
De nuevo volvemos a vivir una Semana Santa en la cárcel de Navalcarnero (Madrid), hoy solo me sale una palabra: gracias. Gracias, porque en un lugar de muerte como este es donde se respira más la experiencia de la alegría, del amor, de misericordia, donde la fraternidad se hace más viva. Me brotan las palabras del apóstol “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia.
Comenzamos el Jueves Santo, dedicado a la fraternidad y servicio, donde el evangelio nos invitaba a mirar al otro como hermano. Se les explicó a los chavales el gesto del lavatorio de los pies, que íbamos a pasar los tres curas lavándoselo a quien quisiera, aunque también ellos podrían hacerlo los unos a otros. Cuando me acercaba, les miraba, les llamaba por su nombre, y les daba las gracias por darme esa oportunidad. Era impresionante ver sus rostros de agradecimiento, con qué cariño lo acogían; eran pies diferentes, unos blancos, otros negros, unos encallados, unos olían bien, otros peor, pero todos gastados por el sufrimiento, pies deseosos de que alguien les aceptase y quisiese. Al terminar les agradecí haber podido disfrutar de este privilegio compartiendo con ellos que quería renovar mi compromiso sacerdotal delante de ellos porque día a día alimentaban mi ser cura.
El viernes santo fue impresionante escuchar en la pasión las voces de todos: “crucifícalo”. El silencio envolvía el salón lleno hasta la bandera. Desde la lectura de la pasión, les invité a pedir perdón, con tres preguntas: ¿a quién querrían pedirle perdón?, ¿quién les gustaría que les perdonase? y ¿por qué pedirían perdón? Fue sobrecogedor escucharles. Pedían perdón sobre todo a sus familias, a las víctimas a quienes habían hecho sufrir, a sus mujeres… Tras ese gesto, fueron pasando para recibir la imposición de manos; les expliqué lo que significaba la transmisión de todo el amor de Dios y, de nuevo, el silencio fue sobrecogedor. Después de imponerles las manos, les abrazaba para expresarles que Dios mismo era el que les abrazaba; intentando transmitirles que era Dios quien les perdonaba y aceptaba… En mi corazón brotaban las palabras del Evangelio: “dichosos los pobres porque de ellos es el Reino de los cielos…”. Después, la procesión de entrada de la cruz: eran los crucificados de Navalcarnero los que llevaban al crucificado de Nazaret y juntos adoramos la cruz. Fue una adoración especial, era como “un saludo entre colegas”, como si se entendieran, era un saludo solidario entre crucificados, “la solidaridad de los crucificados de la historia” que decía Jon sobrino, con el justo crucificado Jesús de Nazaret. Al contemplar sus rostros recordé muchas de sus historias brotándome las palabras de Oscar Romero “Yo no puedo, Señor, hazlo tú”.
Y llegó la experiencia del gran día de Resurrección. Quemamos lo que no queríamos de nosotros mismos, renovamos nuestro bautismo y seguimiento de Jesús. Compartieron lo que para ellos suponía la experiencia de la resurrección de Jesús sintiéndole vivo y presente entre ellos y cómo ese Jesús vivo les invitaba a dar vida a los demás.
Una semana Santa en Navalcarnero con experiencia de muerte y de vida. El Dios crucificado y resucitado está presente en cada uno de los chicos. Ellos son la Galilea a la que el resucitado me envía cada día como cura.
En ellos leo cada día el mejor libro de teología que me habla de Dios, son la imagen viva del Dios resucitado en Jesús: “estuve en la cárcel y vinisteis a verme”. En palabras de San Romero de América y, por supuesto, a mucha distancia de él, “con este pueblo no resulta difícil ser pastor”.