Jonan Fernández es director de Baketik, centro de estudios, investigación y divulgación sobre la ética de los procesos y conflictos personales, sociales y educativos, ubicado en Arantzazu (Gipuzkoa) Durante catorce años fue coordinador de Elkarri, movimiento que ha desempeñado tareas de mediación y ha trabajado por los derechos humanos, el pluralismo y la paz en nuestro país.
Baketik ha estado hablando de “reconciliación de la convivencia”. ¿Qué contenido tiene esa idea?
Tras el cese de la actividad armada de ETA y el final ordenado y definitivo de la organización hay tres procesos necesarios: la reparación de las víctimas, el cierre de un conflicto político y la reconciliación. En el mundo en general y en los ámbitos universitarios y de las relaciones internacionales, cuando termina un proceso de violencia en un territorio, se habla de la necesidad de realizar un proceso de “reconciliación de la convivencia”. En nuestro caso hay quienes prefieren que se hable de alcanzar “Concordia”, porque creen que la idea de “reconciliación” apela a lo íntimo religioso, se refiere a un estado idílico inexistente de convivencia sin contradicciones, o no resuelve el conflicto político. Sea cual sea la palabra que designe al proceso, de lo que se trata es de lograr un valor superior: que se restaure un equilibrio social roto y que se vuelva a una convivencia conciliada.
Después de cinco décadas de violencia y violaciones de derechos humanos, ¿qué tarea aguarda a nuestra sociedad?
Es preciso hacer una reflexión y dar una respuesta activa a tres preguntas que tienen que ver con el pasado, el presente y el futuro. Esas tres preguntas son: ¿qué ha pasado y por qué?, ¿qué hay que hacer ahora? y ¿cómo evitar que ese horror vuelva a ocurrir? Es la sociedad toda la que debe dar a esas preguntas una respuesta clara, comprensible, fiel a la verdad, que invite a convivir. Y esa respuesta tiene que ser compartida por todos o no servirá, porque no basta la respuesta de una mayoría, debe ser una respuesta que incluya a todos.
Alcanzar concordia o reconciliación, ¿qué significa eso?
Se trata de realizar un proceso que permita recuperar una convivencia basada en el respeto y la aceptación mutuas. No significa que unos y otros volvamos a ser amigos. La cuestión es, ni más ni menos, que volvamos a respetarnos y aceptarnos. Esta es una responsabilidad de toda la sociedad y sus agentes representativos. A las víctimas tenemos que dejarlas en paz; ellas no tienen el deber de construir esa reconciliación, sino que deben beneficiarse de ese proceso realizado por la sociedad.
¿Qué objetivos concretos hay que alcanzar?
Hay un objetivo personal, otro social y otro político que yo resumiría en tres palabras: reparar, humanizar y conciliar. Reparar es el objetivo personalizado y urgente que se concreta en reconocer, aliviar y remediar, en la medida de lo posible, el daño producido a las víctimas. Humanizar es el objetivo social y prioritario, que consiste en remendar los desgarros que se han producido en el tejido social por las violaciones de derechos humanos, los odios, los prejuicios o las miradas recelosas. Conciliar es el objetivo político y estratégico para el futuro, que trata de lograr una convivencia basada en un consenso suficiente.
¿Cuánto tiempo puede llevar eso?
Requiere tiempo. Se debe empezar pronto, pero no precipitar el final para evitar cierres interesados. Hay que hacerlo con cuidado y profundidad. Pues lo que cierre mal la generación presente puede volver a plantearse en la segunda generación. Harán falta al menos cinco años, pero algunos expertos piensan que ese proceso puede costar diez o quince. Hay que suscitar, recrear y poner en común una mirada crítica al pasado, constructiva al presente y preventiva al futuro. Esos tres tiempos constituyen los ejes del proceso de reconciliación.
¿Cómo se hace una mirada crítica al pasado?
Reconociendo el daño provocado a las víctimas y procediendo a su valoración ética mediante la elaboración de informes “nunca más” parecidos a los realizados en Argentina, en Sudáfrica o en Guatemala. Hay que presentar todos los hechos sin excepción: ante todo los que han significado violaciones de derechos humanos, las 842 víctimas mortales y más de 3.500 personas heridas por acciones de ETA; los 73 muertos, 670 heridos y 40 secuestrados o desaparecidos por el GAL y el Batallón Vasco-Español; los 84 secuestrados por ETA con resultado de muerte en 14 casos, los miles de extorsionados mediante el impuesto revolucionario, las más de 2.000 personas escoltadas por amenazas, las más de 6.000 denuncias por torturas atendiendo a los informes de organizaciones internacionales independientes que aseguran que “la tortura fue sistemática durante la dictadura y no fue meramente episódica durante la democracia”. Pero también otros hechos que suponen incumplimientos de leyes o han producido dolor intenso: los cerca de 200 policías y miembros de ETA suicidados o muertos en enfrentamientos o por disparos ocasionales de armas, los 4.300 atentados de la “kale borroka” o con artefactos caseros, los sufrimientos de los familiares de las víctimas de ETA y de las 9.000 familias de personas encarceladas y alejadas. No se puede excluir ni diluir ninguna forma de violencia. A cada cual le va a escocer la parte de verdad que menos le interesa que se presente. Hay que saber que, en los diagnósticos, no será posible una interpretación política única sobre las causas de lo ocurrido. Pero sí será posible -y deseable- una valoración ética y pre-política compartida de lo sucedido que puede conducir a la formulación de una “ortoversión” parecida a ésta: “Lo sucedido ocurrió porque hubo quienes antepusieron el valor de su causa política o la razón de Estado a la dignidad humana; en el futuro, ninguna causa debe situarse por encima del valor superior de la dignidad humana”.
¿Cómo lograr un final ordenado de la violencia?
El cese de la violencia debe ser cierto, con fecha determinada, irreversible y sin contrapartidas. No se debe pretender un final con vencedores y vencidos. Las ideas violentas y faltas de respeto con la dignidad y los derechos humanos sí deben quedar vencidas. Pero no hay que exigir humillación a las personas. Hay que articular con generosidad, dentro de lo que la ley permite, medidas legislativas, judiciales, penitenciarias o de indulto para las personas presas. Es preciso un cambio de mentalidad y actitudes y el abandono de un lenguaje hostil, en los foros judiciales, en los medios de comunicación, en la tarea educativa. Y es necesario el compromiso individual y comunitario. Ser capaces de superar el nosotros de los “míos” para intentar el nosotros con los “otros”. Y analizar nuestra motivación ética o partidaria: ¿nuestro objetivo es de convivencia o de vindicación?
¿Y el perdón?
El solicitar y ofrecer perdón es fundamental, pero debe ser voluntario. El mínimo obligatorio debería ser el compromiso de no repetición de acciones violentas. La autocrítica debe nacer de la libertad personal y sería muy conveniente que todo el mundo que lo desee pudiera hacerla individualmente, sobre cuestiones concretas y no genéricas.
¿Qué actitudes debemos tener hacia las víctimas?
Ayudar y no perjudicar. Ayudar a lo más importante: superar la victimización y el victimismo. Consensuar y no instrumentalizar la relación con ellas y las decisiones políticas hacia ellas. Y no alimentar falsas expectativas sobre sus derechos.
¿Qué hacer para que el horror no vuelva a ocurrir?
Prevenir. En la sociedad hay que consolidar una pedagogía ética para la convivencia. Y en la política hay que acordar una metodología democrática para los conflictos, con dos principios: El primero es que “ninguna causa, ni los medios elegidos para su defensa o materialización, puede anteponerse al valor de la dignidad humana, de la persona y de la vida”. Y el segundo es que “ninguna causa defendida democráticamente y que cuente con un respaldo mayoritario suficiente puede ser vetada en su materialización”.