La vida política española se vio sacudida en primavera por los resultados elocuentes de las pasadas elecciones locales y autonómicas. También por el inesperado aderezo de un nuevo movimiento social: el levantamiento cívico y crítico de una parte de la sociedad española en lo que se acabó llamando Movimiento 15-M, por haber plantado su primera pica en Flandes el 15 de mayo de 2011.
Aunque quizá ha sido Madrid donde con más notoriedad ha tenido su expresión, el movimiento fructificó por las plazas de todo el país. Personalmente el 15 de mayo me pilló lejos de la Puerta del Sol. También me sorprendió enfermo de cuerpo, triste de mente e indiferente de ánimo. Para cuando me quise dar cuenta de lo que estaba sucediendo (allí y en el resto de lugares, en mi Barcelona de adopción sin ir más lejos) era demasiado tarde para apuntarse a la originalidad pero aún el momento de unirse a la ola que aún no cesa.
Eso -mi no participación, mi vagancia, mi nostalgia- no significa que no esté indignado. De hecho, cualquier persona podría simpatizar con muchos postulados que se han defendido: nos indigna la injusticia, la corrupción, la hipocresía, el fraude, los paripés, la falta de perspectiva, la falta de talento de quienes están obligados a decidir por nosotros… Bien está haberse levantado y protestar, bien está cuestionarse si no tendremos exactamente el país que nos merecemos. Por supuesto, eso no quita que podamos ponerlo en cuestión y decidir, con todas las consecuencias, que merecemos un país diferente.
El movimiento, como todo lo nuevo, lo relativamente inmaduro, aglutina, se contradice y trata de afirmar con rotundidad toda la reflexión amasada. Una de las expresiones nucleares del 15-M es el grito de “No nos representan”. Piden un cambio de la ley electoral (que yo mismo considero necesario) pero no se sienten representados por partidos políticos clásicos y jóvenes -como IU o UpyD- que reclaman desde hace tiempo ese cambio que les dé más poder trasformando la representatividad que actualmente consiguen con sus votos.
Me ha encantado observar que el Movimiento 15-M no es una cosa de jóvenes sino una cosa de todos (desgraciadamente la precariedad no deja de amenazar con los años y menos en los tiempos que corren… hacia no sabemos dónde). Ha habido todo tipo de pelajes expresando su indignación: me gusta, indica que la sociedad está más integrada, que sus generaciones, sus sexos, sus formas de ser, se encuentran y se entienden. Ha habido orden y concierto, reflexión colectiva, crítica de lo dado por sentado, aplausos silenciosos, turnos de palabra, caminatas, altavoces y micrófonos, debates paralelos, proyección desde los centros neurálgicos hacia los nodos periféricos de la ciudad, donde tiene que persistir el esfuerzo. Me encanta la maravillosa creatividad que brotó en forma de imágenes, escritos, expresiones, iniciativas, que fueron más allá del ya de por sí estupendo humor español: son ingenio y alegría como vehículo de la indignación. Dice Stéphane Hessel, gurú del movimiento, que la indignación debe ir seguida de compromiso. El griterío, la queja, el enojo, ¿en qué se traducirán para ser productivos? ¿Qué obligaciones contraeremos cada uno para merecer y conseguir una democracia real y, por tanto, una sociedad más madura y libre?