¿Quién quiere la paz en Ucrania?

Todo el mundo quiere la paz en Ucrania, pero ¿qué se entiende por paz desde cada uno de los bandos enfrentados?

La respuesta inmediata a quién quiere la paz en Ucrania es obvia: todo el mundo quiere la paz en Ucrania. Incluso quienes se benefician de la violencia y la guerra dirán que están a favor de la paz. Y no mienten. Porque, más allá de los diferentes grados de sinceridad que caben en una afirmación como esa, lo realmente definitorio para calibrar lo que está detrás de esa reiterada proclama es determinar qué entiende cada uno por paz.

Imagen que aparece en la web de ISGlobal (Barcelona). Autora: Katie Godowski / Pexels.

Y ahí comienzan los problemas.

En una primera aproximación se suele entender la paz como ausencia de violencia; una definición muy corta que olvida o desprecia las violencias estructurales (no físicas) que en numerosos rincones del planeta convierten la vida de millones de personas en una tragedia diaria. Por otro lado, también suele ser habitual que quienes son los principales beneficiarios de un determinado orden social, político y económico entiendan la paz como el simple mantenimiento del statu quo vigente, interesados en que nada cambie y, por tanto, inclinados a entender cualquier cuestionamiento de ese orden como una amenaza a la paz, cuando en realidad sólo se trate de una amenaza a sus privilegios.

Aplicado al caso de Ucrania, Rusia es el primer país en alinearse con el bando de la paz. Para Moscú- o, mejor dicho, para Vladimir Putin y sus leales- paz significa idealmente que Ucrania no exista como Estado soberano o que, como mínimo, sea un país desmilitarizado, fuera del marco de la OTAN y de la Unión Europea, y subordinado en todos los órdenes a los designios que emanen del Kremlin. En clave geoestratégica, Rusia considera que no puede prescindir de ningún modo de Sebastopol, donde se ubica el cuartel general de su flota del mar Negro, y tampoco puede admitir que la OTAN avance posiciones hasta esa casilla del tablero de ajedrez continental, por entender que eso supondría una amenaza insoportable para la defensa de la propia Federación Rusa. Si Kiev y quienes lo apoyan desde el exterior aceptan esas premisas, la paz es cosa de días.

Visto desde Ucrania, la paz es igualmente un deseo compartido. Pero para Volodímir Zelenski y los suyos la paz pasa inexorablemente por la victoria frente al invasor. Eso significa que, visto desde Kiev, la paz sólo puede llegar cuando se haya recuperado la integridad territorial perdida desde 2014, cuando Rusia se anexionó la península de Crimea y alimentó la lucha armada en el Donbás, tanto a través de grupos locales prorrusos como mediante sus propias unidades militares. En esa línea, Ucrania considera que un hipotético acuerdo de paz con Rusia sólo se puede empezar a negociar cuando no quede ningún soldado ruso en suelo ucraniano (y eso incluye no sólo los oblats de Jersón, Zaporiyia, Donetsk y Lugansk -anexionados por Moscú en septiembre del pasado año- sino también, obviamente, Crimea). Si mañana Rusia decidiera dar ese paso, la paz sería inmediata, ya que Ucrania no tiene ningún interés en invadir a su vecino y robarle territorio.

Hoy ninguno de los dos bandos enfrentados está en condiciones de lograr sus objetivos maximalistas imponiendo su dictado por la fuerza a su enemigo. Pero ambos siguen creyendo que el uso de la fuerza es la vía principal para lograrlo, en la medida en que consideran que de ese modo pueden mejorar sus posiciones actuales. En consecuencia, sólo cabe reconocer que, más allá de las buenas intenciones y los deseos de los verdaderos amantes de la paz, ni es previsible un inmediato cese de las hostilidades ni, mucho menos, el arranque de un proceso de negociación de algún tipo de acuerdo que permita acomodar las pretensiones de cada uno de ellos.

Eso significa igualmente que ninguno de los potenciales mediadores o facilitadores interesados en acercar posiciones entre ambos tiene actualmente la más mínima posibilidad de cambiar el curso de los acontecimientos. No, al menos, hasta que se compruebe lo que da de sí la inminente ofensiva que Kiev, con una considerable contribución militar y económica de más de cuarenta países (España entre ellos), está a punto de lanzar. Podemos escandalizarnos por la enorme tragedia humana que allí se produce, podemos criticar y reclamar a la ONU, a EE UU, a los Veintisiete, a China, al Vaticano y a tantos otros que se afanen aún más por detener la guerra; pero, como acaba de reconocer el enviado de Pekín, tendremos que reconocer que, en términos realistas, no se dan las condiciones para romper la dinámica violenta actual.

Eso no significa quedarse pasivamente a la espera de que termine dicha ofensiva dentro de unos meses, tanto por lo que implica de destrucción de más vidas humanas como por el evidente riesgo de escalada regional. Pero conviene al menos partir de la realidad para evitar tanto las apelaciones abstractas a una paz que no todos entienden de la misma manera, como la desorientación que acaba produciendo la profusión de propaganda y desinformación interesada en confundirnos sobre las responsabilidades de cada actor implicado en el conflicto.

*Jesús A. Núñez Villaverde es codirector del Instituto de Estudios sobre Conflictos y Acción Humanitaria (IECAH)

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