Imagínate que año tras año ves avanzar el desierto sobre tus tierras y la casa de tu familia. Imagínate que las cabras van muriendo por falta de agua y pasto. Imagínate que avisas y que nadie se toma en serio el problema. Esto es lo que ocurre en África Occidental. Que en pleno siglo XXI la palabra “hambruna” continúe en los periódicos como noticia actual es una vergüenza. Las dimensiones de la crisis han sido previstas y alertadas por Naciones Unidas y se sabe incluso cuál sería la inversión necesaria para evitar sus peores consecuencias. Pero que nadie esté dispuesto a oír saltar alarmas y sacar el dinero del bolsillo en sus oídos dice muy poco de la humanidad en su conjunto. Y de nosotros y nosotras, incapaces de atender adecuadamente en nuestro país a las personas más vulnerables en nuestra propia crisis interna, pero capaces de sentirnos con justificación para no ir más allá ni con el pensamiento.
La realidad es contundente. Más de 18 millones de personas en nueve países de África Occidental sufren la escasez de alimentos, además de un millón de niños y niñas que sufren malnutrición aguda. No se espera que las próximas cosechas lleguen hasta septiembre u octubre y la zona se expone a una terrible crisis. Desde 2010, la producción agrícola ha caído un 26% y los precios de los alimentos han subido entre el veinticinco y el sesenta por ciento en los últimos cinco años, en promedio. Sólo el maíz, un alimento básico para gran parte de la población, ha subido entre el sesenta y el ochenta y cinco por ciento según las zonas y los países. Unos 645 mil niños y niñas mueren en esta zona cada año, casi la mitad por causas directamente relacionadas con la malnutrición.
Millones de personas en esta zona del mundo no tienen la seguridad de poder comer cada día, ni siquiera una vez.
En el norte y el centro de Burkina Faso, los precios de la comida han alcanzado precios récord en los últimos meses: los cereales básicos han aumentado entre un treinta y un cuarenta por ciento. Más de 77.000 personas refugiadas por la situación política en Mali han huido de sus pueblos y están allí sin nada para vivir. Algunas organizaciones ofrecen apoyo a estos grupos, programas de fondos por trabajo, distribución de semillas… Pero la vida es tan dura que muchos niños y niñas han abandonado la escuela y buscan oro rompiendo piedras o cavando agujeros por el suelo. Hay más de 600 minas informales en cinco regiones del país y un tercio de quienes trabajan en ellas son menores de 18 años. En un entorno absolutamente desértico, donde el Sahel avanza, cada vez más seco y desolado, tienen pocas alternativas para salir adelante.
En Chad, desde febrero las familias más vulnerables se ven afectadas por la sequía y el agua y el saneamiento son las principales preocupaciones de las agencias humanitarias, que también procuran apoyar a las mujeres con pequeños huertos y distribución de semillas y alimentos para más de 60.000 niños y niñas malnutridos y madres lactantes. El apoyo a los hogares con semillas, alimentos para seres humanos y el ganado ayudan a miles de personas a resistir ante la sequía.
En Mali, tres crisis simultáneas y vinculadas, una de alimentos que afecta a más de cuatro millones y medio de personas, una crisis humanitaria en el sur causada por los conflicto en el norte y una crisis política en Bamako. En algunas zonas como Kayes, cerca de las fronteras con Mauritania y Senegal, de la que sale la mayoría de migrantes del país, se está atravesando la peor crisis en muchos años. Además de los problemas locales, sus residentes en Europa apenas pueden enviar remesas y el deterioro de las condiciones de vida de la población es patente.
Mauritania sufre una de las peores crisis de alimentos de su historia. Una cuarta parte de su población está en riesgo. Las personas tienen que saltarse una o dos comidas al día y durante mucho más tiempo de lo que tienen por costumbre. Diez meses sin una alimentación adecuada están poniendo a las familias más pobres en una situación desesperada.
Sin la proactividad y la resiliencia de las propias personas de la región, las consecuencias de la crisis serían mucho peores. Pero cuando las reservas se agotan, queda poco que ellas mismas puedan hacer. Después de la hambruna del Cuerno de África en 2011, deberíamos ser capaces de mostrar que somos capaces de aprender como especie. Y evitar nuestra propia extinción.