Hace tiempo que repito y repito que estamos en un tiempo nuevo, en el de las sociedades pluralistas, convencido como estoy de que tal hecho no ha penetrado aún suficientemente en nuestra conciencia. A lo sumo nos limitamos a lamentar las disfunciones que el pluralismo puede traer consigo: como hay opiniones diversas y también libertad de opinión, lo banal, lo estúpido, lo malévolo y lo erróneo tienen la misma carta de naturaleza que lo profundo, lo inteligente, lo solidario y lo verdadero. Al final acaso nos aguarde un relativismo en el que todo vale y por tanto nada vale de verdad. No nos alegramos en cambio de la libertad adquirida por muchos y del fin de muchas opresiones, porque la unidad tan añorada se hizo siempre al precio de la exclusión, de la persecución y a veces del exterminio de los disidentes.
Pero no es esta línea la que quiero desarrollar en esta columna, que pretende ser ante todo una invitación a ejercer el ecumenismo. Parodiando a Karl Rahner, afirmo que el católico del siglo XXI será ecuménico o no será. Y la Iglesia del siglo XXI será ecuménica o irá poco a poco -como ya lo hace- convirtiéndose en una secta.
Quiero concretar estas afirmaciones en una especie de postulado. Tener talante ecuménico supone que no se diga nada que no pueda ser entendido por los de otra ideología, pensamiento o religión. Adviértase: no “ser creído” sino “ser entendido”.
Lo explico con dos ejemplos: el primero tuvo lugar en una parroquia de Madrid. Se celebraba un funeral por una chica que se había suicidado y toda la homilía consistió en la glosa de una exclamación inicial: ¡Alegría! ¡alegría!
El segundo lo he vivido hace poco en una mesa redonda sobre el pluralismo. En la ronda de intervenciones, un pastor protestante condenó el aborto alegando que en la Biblia está bien claro el mandamiento de no matarás.
¿Cuál es el común denominador de ambos ejemplos y por qué me parece que en ambos escaseaba el espíritu ecuménico? En mi opinión, ninguna de las afirmaciones pudieron ser entendidas por eventuales oyentes agnósticos o ateos. En el primero de ellos es fácil que tales oyentes pensasen: he aquí un claro ejemplo de fanatismo, de iluminación fundamentalista que prescinde del dolor humano, de la angustia de los familiares. En la intervención del pastor no es raro que se les ocurriese: en la Biblia estará muy claro el no matarás pero la Iglesia nunca ha condenado la pena de muerte, Lutero dijo que a los campesinos rebeldes había que matarlos como a perros y el Concilio de Trento le condenó por afirmar que no se podía quemar a los herejes. Argumentar ahora sin tener en cuenta todos esos antecedentes suena al mismo oportunismo de Micifuz y Zapìrón, los gatos de la fábula.
Entiéndase que no digo que ni uno ni otro carecieran de razón. No es de la verdad de lo que se trata sino del talante: en uno y otro caso se dijeron cosas y de tal modo que no podían ser entendidas por los otros.
Pero entonces ¿no se puede decir nada que choque, sólo se puede hablar de lo políticamente correcto? ¿cómo se puede así ser fiel a un Jesucristo que no buscaba componendas ni acuerdos falsamente irenistas?
Estas preguntas se suelen dirigir a los llamados “progresistas”, con el achaque de que sólo dicen lo que el mundo quiere oír. Pues nada de eso. Claro que hay que decir lo necesario pero de tal modo que todo el mundo pueda escucharlo. Se puede hablar de la alegría de la fe en la resurrección pero no antes de reconocer el drama, la angustia, el terrible mazazo de un suicidio en los que sobreviven. Y se puede decir no matarás pero con temor y temblor, reconociendo que matamos de tantas maneras y sobre todo sin olvidar la misericordia. Otra cosa es hablar como las sectas, que lanzan su verdad caiga quien caiga. La primera que cae es la verdad misma.