Cada vez estoy más convencido, y no me canso de repetirlo, de que el paradigma en el que nos educaron en la religión está ya agotado. Se resumía en las palabras doctrina y culto. Creo que gran parte de la defección de muchos creyentes llega cuando ponen en cuestión aspectos de la doctrina y dejan de asistir a misas que no les satisfacen. Abandonados la doctrina y el culto, ya no les queda nada.
Este modelo olvidaba un concepto que está en el núcleo de la cultura moderna y que debía ser esencial para un cristiano: la acción. Por esta razón, el catolicismo ha producido generaciones de creyentes inactivos. Personas piadosas, buena gente, actuantes en su núcleo familiar, sin influencia alguna en la cultura civil.
Se dirá que la vida de todas las personas es acción, que la cultura moderna nos empuja a ella, que no nos deja tranquilos y que por tanto no es cierta esa supuesta inactividad. Pues quiero decir que me refiero a una acción gratuita, difícil, auténtica y transformadora. ¿Tengo que explicar cada uno de esos términos? Bastará con señalar que cada uno de ellos responde al modelo de las acciones de Jesús.
Con todo esto no quiero decir que ir a trabajar todos los días –si es que se puede- sea inútil o banal; que cuidar a los nietos no sea a veces necesario y en ocasiones sacrificado; que echar una mano a un vecino sea irrelevante; que montar una comida para hijos y nietos no sea algo de agradecer; que dar 30 euros mensuales a Unicef o Entreculturas no sea laudable. Podría seguir con otros ejemplos que puedo verificar en muchos de mis conocidos cristianos. Ninguna de esas acciones me parece que responda a los parámetros que he marcado más arriba.
Quiero añadir que no pretendo con todo lo dicho ningún juicio o crítica personales. Cada uno sabrá sus razones y sus justificantes, todos estamos condicionados de muchas maneras. Sí quiero en todo caso recordar que Jesús podría haber sido un buen carpintero, un solícito padre de familia, un vecino estimado, un judío cumplidor con su religión. No fue ninguna de esas cosas porque se lanzó a una acción gratuita, difícil, auténtica y transformadora. Nos invitó a seguirlo en ese camino y nos dijo, con toda razón, que si la sal se vuelve sosa ya no sirve para nada sino para tirarla a la calle y que la pise la gente.
No hace tanto he estado en una reunión de profesionales cristianos en la que se presentó un panel de experiencias. Me sedujo la de un padre de familia de mediana edad que decidió un día ordenar su vida y hacerla más austera, más ecológica y más solidaria y puso en marcha una serie de acciones -así las definió- raras pero asequibles. Es decir, al alcance de cualquiera que se decidiera a emprenderlas.
Una vez escribió Mounier que lo específico cristiano no era el amor a la humanidad sino el amor al prójimo. Lo he recordado pensando que esa acción de los cristianos tiene que trazar un arco que comience en personas concretas y termine en acciones que toquen los grandes temas actuales. Qué hacer, cómo, con quién será un asunto personal, que se irá descubriendo si uno se anima a actuar, si no se resigna a llegar a ser una persona -qué palabra tan exacta- desaborida.
Ojalá la Iglesia, en seguimiento de Francisco, se anime a hacer una campaña para lograr no cristianos piadosos sino cristianos activos.
Porque me olvidaba: estoy convencido de que el nuevo paradigma del cristianismo se define por estas dos palabras: acción y espiritualidad.
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