“El amor que buscamos ya lo somos, la valía que buscamos ya la tenemos”

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El fin de la filosofía es ayudar al ser humano a clarificar su vida y a avanzar hacia su liberación interior. Desde esos presupuestos, Mónica Cavallé se dedica al asesoramiento filosófico y es la creadora de la Escuela de Filosofía Sapiencial o “ciencia de la vida”.

¿Qué hace una filósofa hablando de espiritualidad?

Si nos remitimos a lo que era la filosofía en sus inicios, no tenía entonces sentido la disociación entre filosofía y espiritualidad porque, para los griegos, la filosofía era precisamente la tarea del nous, de la inteligencia o espíritu, de la dimensión más elevada y divina del ser humano. Con el tiempo, la espiritualidad ha llegado a ser, a los ojos de muchos, equivalente a la religión; se la ha confundido con ciertas estructuras dogmáticas y culturales, de aquí el divorcio entre filosofía y espiritualidad. Pero si entendemos por espiritualidad la dimensión más profunda de lo humano -por lo tanto, más originaria que cualquier construcción cultural-, esta disociación pierde todo su sentido. ¿Qué es espiritualidad? Los antiguos subrayaban que lo que nos hace humanos -el nous- es, paradójicamente, algo que trasciende nuestra mera humanidad. En el reconocimiento de esta naturaleza profunda -serla, vivirla- es donde se puede establecer la conciencia de la unidad con todo, porque esa naturaleza profunda nos unifica con nuestra propia fuente y con todas las demás formas de vida. De modo que espiritualidad es el reconocimiento de nuestra naturaleza original y el restablecimiento y la experiencia de la unidad en el nivel esencial.

¿Qué somos: amor,  anhelos?

A la pregunta por lo que somos no se puede dar una respuesta intelectual sino una respuesta sentida. La experiencia de lo profundo es la de que somos amor, inteligencia, energía, vida, presencia de ser. En un nivel radical, no es que tengamos energía, inteligencia o amor, sino que  lo somos. Esa presencia de ser es, además, la fuente en nosotros del sentido de la verdad, del bien y de la belleza.

La verdad no es solo algo intelectual, entonces.

Como señalé, inicialmente la filosofía se consideraba una actividad del intelecto (nous), pero esa palabra aludía originariamente a la capacidad de contemplar, de intuir, esto es, a una concepción del intelecto mucho más amplia que lo que hoy se entiende por tal (generalmente, mera capacidad conceptual, argumentativa, discursiva). La contemplación era, además, un conocimiento experiencial: conocer el Ser era ser el Ser. Contemplar era tornarse uno con lo contemplado. Posteriormente, esa concepción originaria del intelecto se eclipsó y la filosofía se convirtió, en buena medida, en una actividad estrictamente intelectual en la acepción más estrecha de este término. Quedó disociada del ser total del filósofo, dejó de ser un camino experiencial, un camino de transformación.

Entrevista.Mónica Cavallé, Fundadora de la Asociación Il Germoglio

Mónica Cavallé, en un momento de la entrevista. FOTO LF

Hablas del reconocimiento de nuestra fuente, ¿Dios?

La experiencia del fundamento no está disociada de la experiencia de nuestro propio fundamento, de nuestra propia raíz. Para algunos, la palabra Dios es la adecuada para apuntar a este fundamento. Para otros, es una palabra demasiado contaminada; por ejemplo, con frecuencia se ha entendido por Dios algo completamente disociado de nosotros, de modo que someterse a su voluntad equivaldría al sometimiento a una voluntad ajena. Cuando entendemos que lo trascendente es la raíz de nuestra propia identidad, este tipo de dilemas se superan. Lo superior es nuestro propio fundamento ontológico.

Has dicho que “Vivimos disociados de nuestro propio centro. Ya somos, no tenemos tanto que reconstruirnos como que reconocernos”. ¿Cómo volver a conectar con nuestro centro?

Con frecuencia, a medida que vamos creciendo, pareciera que se fuera eclipsando el gozo que acompaña al hecho de simplemente ser como una expresión gratuita de amor, inteligencia y energía (un gozo que advertimos claramente en el niño muy pequeño). Como si, al crecer, comenzáramos a construir una conciencia de lo que somos influida por patrones culturales, familiares, etc., que nos alejan de esa conciencia básica de “completud”. Construimos un sentido de identidad  basado en una falsa conciencia de insuficiencia: “Lo que soy no basta. No basta con ser, se trata de ser de una determinada manera…”. Esto provoca una desconexión parcial de la inteligencia, el amor y la energía que somos en lo profundo. Y buscamos que el exterior nos proporcione eso de lo que nos sentimos carentes: si me desconecto de mi criterio, busco maestros exteriores; si me desconecto de mi valía, busco que me la reconozcan desde fuera. O bien intentamos suplir esa conciencia de insuficiencia mediante la construcción de un yo-ideal. Es decir, situamos fuera o en el futuro la expectativa de nuestra plenitud. La salida es reconocer como una falacia esa conciencia de insatisfacción. Se trata de ver que el amor que estamos buscando ya lo somos en lo profundo; que la valía que buscamos fuera -y que condicionamos a hacer o tener tal cosa- ya la poseemos por el mero hecho de ser.

¿Cuáles son los requisitos en ese proceso de autoconocimiento?

El gran engaño de la espiritualidad es convertirla en parte de la dinámica del yo-ideal, intentar alcanzar un yo-ideal amoroso y bueno desde el falso punto de partida de la conciencia de carencia, desde la identificación con una identidad limitad y carente. Se trata, por el contrario, de desmontar ese falso sentido de identidad y de reconocer que, en esencia, ya somos esa plenitud, que lo que anhelamos ya es nuestra naturaleza profunda. Eso sí: esta plenitud esencial busca expresarse en el nivel existencial, en nuestra vida concreta, pues la vida es actualización, crecimiento. La espiritualidad es el reconocimiento de lo que somos en lo profundo y también la expresión y desenvolvimiento de lo que somos: movilizar en nuestra vida concreta nuestra capacidad de comprender, de crear, de amar.

¿Cuál es el camino, entonces?

Hay muchos caminos. Una vía oriental para el reconocimiento de esa plenitud básica es el discernimiento: preguntarnos “quién soy yo” e indagar en nuestra naturaleza profunda. Otra vía es la aceptación: aceptar nuestra experiencia presente, los aspectos de uno mismo y de la vida con los que estábamos en conflicto. Esto quiebra el montaje del yo-ideal, pues este último rechaza compulsivamente la imperfección presente. Paradójicamente, cuando abrazo mi dolor, esto me conduce a la cualidad esencial de la alegría; cuando abrazo mi duda, esto me conduce a la cualidad esencial de la inteligencia y experimento una certeza interior sorpresiva; cuando abrazo mi “fealdad” me topo con el reconocimiento de mi belleza profunda. Solo abrazando nuestra experiencia presente, con sus vacíos, podemos volver a reconocer y saborear las cualidades esenciales de las que nos habíamos desconectado (no en el nivel real, porque estas son lo que siempre somos, sino en el nivel psicológico).

¿Qué piensas del mindfulness, tan en boga?

Que los americanos son muy listos: acuñan una palabra –mindfulness– y algo que es muy viejo, porque la meditación es milenaria, se vende –en el sentido más literal- estupendamente. El mindfulness retoma la meditación tradicional, eliminando de ella los elementos culturales, filosóficos y religiosos asociados y la reduce a una mera técnica de estar presentes observando los contenidos de nuestra conciencia –impulsos, pensamientos, sentimientos, sensaciones…- sin identificarnos con ellos. Me parece que esta práctica puede ser una puerta a lo profundo y un reconocimiento en nosotros de la dimensión espiritual. El inconveniente es que hoy en día se vende, fundamentalmente, como una herramienta para contrarrestar el estrés. Y este enfoque elimina lo más valioso de la meditación: su alcance filosófico y espiritual; porque meditar no es un medio, es un objetivo en sí mismo, es descansar en lo que somos. Esa interpretación instrumental del mindfulness, orientada a conseguir objetivos, aunque sean tan nobles como dejar de tener estrés, distorsiona la naturaleza de la meditación tradicional, que es un camino espiritual para conocer quiénes somos y no una mera técnica para sentirnos mejor. Pero hay personas que, practicando esta técnica, conectan con una búsqueda interior genuina, de modo que bienvenida sea.

¿Son las religiones recipientes válidos para una búsqueda espiritual?

Pueden serlo, pero hay que hacer una criba porque hay elementos anquilosados en las religiones que no son una vía sino un obstáculo. En la propia tradición cristiana hay elementos de una gran sabiduría espiritual, pero acompañados de demasiados tics dogmáticos. Mi experiencia –que no tiene por qué ser representativa porque para cada uno su búsqueda espiritual es un camino inédito- fue la de una niña y una adolescente profundamente religiosas que, durante el tiempo que articuló su búsqueda espiritual en el catolicismo, se vio abocada a hacer una profunda depuración: de los enfoques moralistas vinculados a la realización de un yo-ideal, de los aspectos dogmáticos que debilitaban mi propio criterio, de una imagen de Dios como algo totalmente separado de mí… Pero la vía de la entrega y de la aceptación la retomé de la sabiduría cristiana y fue para mí -y lo sigue siendo- un camino espiritual genuino. También fui depurando mis lecturas; básicamente me quedé con los místicos: Juan de la Cruz, el maestro Eckhart, Miguel de Molinos… Esa ambivalencia está presente en todas las formas religiosas: hay formas anquilosadas junto a una profunda sabiduría espiritual. La espiritualidad sana es aquella que se vive con la máxima libertad interior. Hay personas que viven su espiritualidad desde la libertad interior y otras desde el miedo. Hay que ver desde qué nivel de conciencia estamos viviéndola, entendiendo que las formas no son un absoluto sino un medio; si no, caemos en la idolatría y confundimos el cauce con el agua.

Se trata, dices, de  encontrar, reconocer y construir nuestra propia voz.

Es fundamental confiar en la propia voz. Las formas religiosas que hay que cuestionar son las que nos convierten en menores de edad crónicos, las que nos hacen desconfiar permanentemente de nuestro criterio -por ejemplo, como si alguien externo supiera mejor que tú cuál es la voluntad de Dios para ti. Esto propicia la desconexión con el propio criterio, con la voz de lo profundo en nosotros. En nuestro propio fondo encontramos algo que nos trasciende, de modo que solo a través de dicho fondo podemos conectar con lo absoluto. Si no hacemos este camino, si lo buscamos fuera, caemos en una actitud de dependencia, sumisión y minoría de edad y para muchas personas la religión es esto último. Se trata de confiar en nuestro criterio íntimo de y entender que es sagrado, que si alguien nos invita a desconfiar de él nos está apartando de la voz de lo sagrado… ¡Cuántas veces la religión ha fomentado esta desconfianza! Pero si seguimos el camino de otro nos “alienamos”.

Este es el primer paso: reconocer dicho criterio y saber que nos habla a partir de un sentir profundo. Si yo veo que alguien destruye una obra de arte, algo en mí se rebela, es decir, en mí existe el sentido del bien y me habla. Lo mismo con la verdad y con la belleza. Hay que atender y seguir ese sentir profundo. Si en esta escucha nos equivocamos, aprenderemos y nuestro criterio se afinará. El error forma parte del aprendizaje, del camino. Pero tenemos tanto miedo al error y tantos referentes mentales sobre lo que es correcto o no lo es, que nos desconectamos de nuestro sentir profundo y nos perdemos.

El sentido del bien, de la belleza, de la verdad, es eso: un sentir. Nuestro sentir profundo nos indica el camino. Este camino no es el del capricho. Si elegimos una manera de ser felices que no es acorde a nuestra naturaleza profunda, nuestro ser se va a quejar, nos lo va a indicar, porque esa voz nos trasciende, no podemos manipularla ni negarla. A veces las religiones no nos han ayudado a conectar con nuestro criterio y nos han sometido a voces que no son las voces de lo profundo.

¿Esto es lo que tú haces en tu terapia?

Son consultas de orientación filosóficas que ayudan a las personas a clarificarse en el nivel existencial: clarifican su filosofía de vida, su forma de pensar y de vivir, y se conocen a sí mismas. Se lleva a cabo un trabajo exhaustivo de autoexamen. Esto ayuda a vivir bien, con mayúsculas: no a buscar el bien-estar sino el bien-ser.

Eres la creadora de la Escuela de Filosofía sapiencial, ¿cuáles son tus referencias, te atreves a autodefinir tu perspectiva?

No me pongo etiquetas, estoy abierta a todo lo que me inspira y me resuena, venga de donde venga. Pero hay tradiciones que me han alimentado de forma especial, claro: Sócrates, el estoicismo, Spinoza, la tradición mística cristiana;  de Oriente: el taoísmo, el vedanta advaita, etcétera.

¿Cómo se aborda la muerte desde la sabiduría que tú propugnas?

Estamos sumergidos en un gran misterio. No sabemos dónde estamos metidos, en un sentido ontológico, porque la visión humana es limitada: no vemos el cuadro completo del que formamos parte. Esto implica que no sabemos cuál es el significado real de la muerte. Lo que sí creo es que se puede tener una experiencia en el presente de que nuestro fondo es eterno, de que esa presencia profunda que somos transciende el tiempo, como afirmaba Sócrates. Esta experiencia se puede tener aquí y ahora. Ahora bien, esto no implica tener respuestas a la pregunta de qué pasa cuando morimos.

Cuando uno vive conectado con lo profundo y tiene una confianza básica en esa inteligencia que nos sostiene, desaparece el temor a la muerte. Sentimos que estamos en buenas manos: “No sé… pero puedo confiar”. El miedo a la muerte se pierde al conectar con lo profundo, al saber que estamos siendo sostenidos por algo que es inteligencia, amor y bondad, que trasciende el tiempo. Y se pierde, además, cuando se vive bien, porque el miedo a la muerte es, en último término, miedo a la vida. Las personas que sienten que han vivido en plenitud, que han hecho lo que tenían que hacer, que han movilizado sus mejores potencialidades, sean ateos, creyentes o agnósticos, se enfrentan a la muerte con serenidad. Los que no tienen esa sensación, sea cual sea su condición religiosa, se enfrentan a la muerte sin serenidad. Uno muere bien cuando ha vivido bien.

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