En junio de 2019, meses antes de la pandemia, la Fundación Foessa presentó su informe sobre Desarrollo social y exclusión social alertando del escenario de extrema fragilidad social de nuestro país. En una fase de crecimiento económico y de reducción del desempleo, tras la crisis de la Gran Recesión (2009), el 18% de la población vivía una condición social precaria. Es más, de estas, cuatro millones vivían en una situación de exclusión severa (el 8,8% de la población).

“El paisaje del abandono” era el título que daba EAPN-ES, a su análisis sobre la pobreza severa en España. Es decir, que la crisis del coronavirus, desde la perspectiva de los empobrecidos, actuaba sobre una sociedad fragilizada y precaria. Por eso el impacto ha sido enorme en las personas vulnerables. Volver a la normalidad, como tantas veces repetimos, significa para muchas personas aumentar su situación de exclusión y abandono. Antes de la pandemia no vivíamos en el paraíso y la pandemia lo que ha hecho ha sido acelerar e intensificar los procesos de pobreza y desigualdad. Como diría Walter Benjamin, para las personas excluidas y expropiadas de la justicia, “el estado de excepción en el que viven es la regla”.
Volver a la normalidad significa para muchas personas aumentar su situación de exclusión y abandono
La pandemia de coronavirus ha afectado a toda la población, pero de manera desigual. Todas las personas estamos expuestas al virus y hemos soportado los confinamientos y aislamientos, hemos sufrido de la distancia social y la falta de abrazos. Sin embargo, el impacto, sanitario y social, está siendo mucho más intenso en las personas vulnerables. Por eso hablamos de sindemia del coronavirus (sinergia entre la pandemia sanitaria y social).
Si hacemos una mirada global, observamos que el coronavirus ha intensificado una auténtica pandemia del hambre. Antes de la llegada del virus en el mundo se estimaba que 135 millones de personas sufrían hambre aguda; en estos momentos esa cifra se eleva al doble (270 millones). También ha incrementado la pandemia de la violencia de género en el mundo. La ONU, que antes de la crisis por covid-19 valoraba la violencia de género como una epidemia mundial, no para de alertar sobre su incremento en tiempos pandémicos.
En nuestro país, estos procesos de aceleración e intensificación de la injusticia sobre los colectivos más vulnerables son una auténtica realidad. Podemos hacer tres afirmaciones relacionadas para España: el impacto social del gran parón del coronavirus es de una intensidad excepcional; este impacto recae sobre una estructura social fragilizada que no se había recuperado, como hemos referido, de los efectos de la gran recesión (2008); y, por último, los efectos sociales de la pandemia son más penetrantes en las personas que sufrían la desigualdad, la exclusión y la discriminación. Es decir, que la pandemia ha afectado más agudamente a los que ya estaban fragilizados.
El impacto recae sobre una estructura social fragilizada que no se había recuperado de los efectos de la gran recesión (2008)
La primera afirmación queda confirmada con la caída de un 11% del PIB real, la más alta de las economías de nuestro entorno. En el primer trimestre del 2020 el PIB cayó un 5,2% respecto al trimestre anterior. Para hacernos una idea podemos comparar con el peor trimestre de la crisis del 2008-2012 que el PIB cayó un 2,5%. Hay que remontarse a la Guerra Civil española para encontrar registros parecidos. Este parón económico impacta sobre los déficits estructurales de la sociedad española con una alta tasa de precariedad, pobreza y exclusión social.

Hoy en día ya tenemos evidencia suficiente para afirmar, este sería el tercer aspecto, que la población vulnerable y excluida está siendo afectada de una forma más intensa y extensa. En los primeros meses de la pandemia, según los informes de Cáritas, el aumento de desempleo en la población excluida era de 20 puntos, mientras que el resto de la población era de 2,5 puntos. El llamado efecto Mateo en sentido sociológico (Mt 13,12: «Al que tiene le darán y le sobrará; al que no tiene le quitarán aun lo que tiene») se está constatando con crudeza en estos días. La desigualdad está ganando terreno a pasos agigantados. Desigualdad que se está manifestando en los enormes contrastes en las rentas entre personas, en las monumentales diferencias en el acceso a oportunidades y, también, en el desigual reparto de los riesgos sociales.
Las personas excluidas no solo tienen menor acceso a bienes, sino que sufren con mayor virulencia el impacto de los “males sociales” —riesgos—. Sobre ellas recae más enérgicamente las consecuencias de la contaminación, la enfermedad o las catástrofes meteorológicas. Durante la nevada Filomena conmovió a la ciudadanía, a pesar del olvido de los políticos, la situación de las familias de Cañada Real sin luz para calentarse. Un fenómeno meteorológico, que afectó a toda la población, recayó con mayor vigor en los habitantes de las periferias. Una vez más, sintieron como para ellos la excepción era la regla.
Las personas cristianas estamos convocadas a mirar y sentir la realidad para que nuestras acciones se articulen como cultura de la justicia
La realidad que nos muestran los estudios, los análisis y las reflexiones con mucha nitidez lo vivimos desde la experiencia cotidiana. No hay que ser un agudo sociólogo para observar y sentir el sufrimiento de tantas familias orilladas y expulsadas de una vida digna, no hay que participar en un laboratorio social para percibir el impacto de las llamadas “colas del hambre”, no hay que utilizar ningún algoritmo del Big Data para delimitar y anticipar la carga tan intensa de sufrimiento inocente que están soportando los más vulnerables.
Desde la Buena Noticia del Evangelio no podemos quedar inmunes frente a los procesos de injusticia que se están desbocando en nuestro mundo. El Dios cristiano se nos revela como un Dios que mira y escucha: “He visto la aflicción de mi pueblo en Egipto; he escuchado el clamor ante sus opresores y conozco sus sufrimientos. He bajado para librarlo de los egipcios y para subirlo de esta tierra a una tierra buena y espaciosa, a una tierra que mana leche y miel” (Ex 3, 7-8). El Dios de Jesucristo, entrañable y justo, presta atención con ternura y premura a la situación de sus creaturas más frágiles. Por eso los cristianos estamos convocados a mirar y sentir la realidad para que nuestro interior sea caja de resonancia del “clamor del pueblo” y nuestras acciones, ancladas en lo fundamental, se articulen como cultura de la justicia.
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