Ana María Schlüter me ofrece un té en su pequeña y luminosa ermita de Brihuega, junto al zendo que creó hace ya más de 25 años en ese pueblo de Guadalajara. Al servirlo, comenta que para los japoneses el té –cha– es venerable y así lo expresan al referirse a él diciendo o-cha, con el honorífico o delante. El chado es el arte del té –la ceremonia, hemos traducido en occidente. Y la taza en la que se va a servir se mira y se admira –¡qué bien hecha está!- antes de verter el líquido en su interior.
Comienza relatándome una anécdota: “Una vez, unas religiosas cristianas japonesas con las que vivía en Kamakura me dieron unas mandarinas para dar al roshi, el maestro zen: “Dile que están recién cogidas, todavía tienen las hojas”. ¡Eso se consideraba el mejor regalo! El cuidado de las cosas es importante. Y aquí lo hemos perdido bastante”.
¿Hay que volver al cuidado de las personas y de la naturaleza?
Al respeto, el respeto, sobre todo. Al empezar un curso, antes de la primera hora de trabajo manual, siempre explico cómo hay que tratar las cosas; por ejemplo, que un paño no se cuelga por la tela porque se estropea, sino por la hebilla; estas cosas, la mayoría no las han aprendido, ahora todo se tira y se compra otro. Las generaciones últimas no han aprendido el respeto, sólo el usar y tirar.
En el el libro que acaba de publicar, Cantos rodados, cuenta su periplo en el descubrimiento y práctica del zen. Al leerlo, parece que todo en su vida le ha ido empujando suavemente hasta aquí, hasta la práctica del zen y la construcción de este zendo. Empezando por la pluralidad de su familia germano-española y católico-luterana y sus estudios en Alemania, España y Holanda…
Yo también lo percibo así. Hay un dibujo curioso que hice cuando tenía once o doce años y me acuerdo mucho de él; era una casita en medio de un bosque. Y ahora, cuando veo los árboles que han crecido aquí alrededor, que los hemos plantado nosotros, veo que se va pareciendo cada vez más a lo que dibujé. Porque eso del tiempo responde a la realidad limitada en que vivimos, descompuesta en tiempos y en espacios, pero yo creo que hay una dimensión, que es seguramente en la que entramos tras el portal de la muerte, en la que eso no está tan compartimentado. Es otra conciencia que no nos podemos ni imaginar y por eso no me extraña que, en un momento dado, uno intuya algo en relación con el futuro o que lo anterior esté todavía presente; es algo que suena extraño, aunque yo creo que es muy simple, sólo es raro por nuestra limitación de entendimiento. Es más claro que lo que uno ha vivido en su familia le marca por dónde va. A mí lo que me marcó fue ver que hay gente muy buena, muy honesta, que no tiene ninguna fe en el sentido fuerte, como decimos aquí. El hecho de ver gente tan honesta que no eran cristianos o no eran católicos me ha hecho pensar: ¿por qué unos “ven” y otros tienen ojos y no ven? No depende de que sean buenas o malas personas y eso ha sido como un hilo rojo constante. Me hizo buscar, mientras estudiaba en Alemania y Holanda, cómo se puede ayudar a abrir ese ojo para percibir esa realidad trascendente. También mi familia en Alemania y España, mi colegio y mis amistades han influido. Aquí es como si todos esos hilos que andaban sueltos se encontraran.
Usted encuentra en el zen la vía para despertar ese tercer ojo a la realidad de la trascendencia.
Es una dimensión inherente a la naturaleza humana: igual que tenemos una dimensión física a intelectual hay una dimensión espiritual. Hace 50 años esto sonaba extraño, hablar de espiritualidad era hablar de algo piadoso y no es eso, es algo realísimo que hay que cuidar; ahora, como burbujas que salen del fondo de un estanque, esta dimensión está queriendo sacar la cabeza. Hay que cultivarla bien, sin caer en iluminismos ni en movimientos que se desinteresan de la sociedad. Hay cantidad de movimientos que buscan algo trascendente, pero muchos “están verdes”, si se mira desde el punto de vista zen del crecimiento interior, porque han descubierto un mundo aparte y se distancian del mundanal ruido. Por ejemplo, Ekhart Tolle ha descubierto, desde su angustia personal vivida, algo que es importante: que no hay que dejarse atrapar por los pensamientos. Y eso, que enseña a los demás, está muy bien, pero falta totalmente la dimensión del Otro y de los otros. En los místicos cristianos es otra cosa. ¿Para qué sirve el matrimonio espiritual? dice Santa Teresa en las séptimas moradas. Para “que nazcan siempre obras, obras”; y eso es lo distintivo de la fe cristiana y también de un zen maduro. Mi maestro zen decía que si una iluminación (o despertar) es auténtica, hace que la persona se dé cada vez menos importancia a sí misma y se la dé al otro. Y el conocido cuento en viñetas del hombre que va en busca del buey –el buey que representa su verdadera naturaleza- siempre termina, en el último cuadro, con el hombre que entra en el mercado con las manos dispuestas a ayudar. Si no es así, se ha quedado a mitad de camino o, en lenguaje del siglo XVI, ha caído en el iluminismo.
¿Es el zen una vía para trabajar nuestra naturaleza espiritual?
No es una vía para trabajarla porque realmente una planta no se trabaja, se le ponen las condiciones para que crezca. Pero el crecimiento está en el árbol, no lo pone el jardinero. El maestro, como el jardinero, ayuda a que la planta, al convertirse en arbolito, no diga, “vale, ya he llegado” y siga creciendo. El zen no va de experiencias y ese es otro malentendido; no va de teoría tampoco, va de práctica. Según el budismo zen, una de las seis trabas que impiden que la persona llegue a ser lo que es, es el mundo de los seres celestes, es decir, los consuelos espirituales. No hay que quedarse allí. Dice San Juan de la Cruz que hay muchos más amigos de los consuelos espirituales que de Dios y un buen guía espiritual, como era San Juan, no dejaba que esto pasara, igual que un maestro zen, que no deja que el arbolito se quede a medias.
Se trata de ser simplemente lo que se nos llama a ser.
Efectivamente, ser lo que realmente se es. Y esto cada uno lo va a expresar con su propio lenguaje religioso. El agnóstico es el que puede tener dificultades por no tener un lenguaje que le permita expresar eso. Porque el lenguaje religioso es un medio para expresar algo; algo que no es, pero que apunta a lo que es. Si no le doy nombre a las cosas, de alguna manera, se olvidan.
¿Cómo definir, pues, el zen? ¿Es una técnica?
No es una técnica, es un arte. En la palabra zendo, la partícula “do” quiere decir arte. Zendo es el arte del zen, como chado es el arte del té. Es un camino espiritual que ayuda a vivir desde lo hondo. El zen es uno de los caminos que va más directamente a la raíz; en el ideograma del zen, la parte principal significa “a solas” y el radical alude a todo lo que no se explica con la cabeza. De modo que lo podríamos traducir con “a solas con el misterio”. El arte del zazen consiste en sentarse a solas con el misterio. Sin entretenerse con pensamientos, aunque sean muy buenos. Durante esa media hora, simplemente estoy sentada a solas con el misterio, sin distraerme con pensamientos ni sentimientos; si vienen, los dejo pasar, no los evoco ni me quedo en ellos; como cuando una persona llega a la cumbre de una montaña y se queda allí, divisando la grandeza, pero no fijándose en tal río o tal árbol, en nada concreto.
Pero hasta que se llega a “divisar”, se recorre un camino árido, porque quedarse quieto, alejando los pensamientos, no parece algo sencillo.
Es árido, es como entrar en el desierto, solo hay arena y las dunas parecen iguales. Como en el Cántico Espiritual: “No cogeré las flores ni temeré las fieras y pasaré los fuertes y fronteras”. O sea, no cojo las cosas agradables que me vengan al pensamiento; ni temeré las fieras: no me echo atrás ante lo oscuro que sale de mí, sigo adelante sin temor. Y pasaré los fuertes, es decir, nuestros propios demonios. Es un camino árido pero hay en él oasis increíbles.
¿Es un camino para todas las personas?
Para todo el que esté dispuesto y no sufra una enfermedad psíquica grave, porque es un camino inherente a nuestra propia naturaleza. San Juan y Santa Teresa, que estaban convencidos de eso, se dedicaron, con peligro de su vida, a ayudar a las personas a llegar a ese núcleo divino, dicho en lenguaje cristiano, a encontrarse allí con Él. En el comentario a la primera estrofa del Cántico Espiritual hay unos preciosos pasajes que no pueden ser más claros: el tesoro está dentro de ti. “¿Adónde te has escondido y me has dejado herido?”. Y “salí tras ti clamando y eras ido”. Es una persona a la que “algo” la ha tocado, pero es un momento sólo. Al comentar el verso “¿dónde te has escondido?”, San Juan dice: “En el íntimo ser del alma”. Cita a San Agustín cuando afirma “mal te buscaba fuera y estabas dentro” y “eres templo del Espíritu Santo”, como dijo San Pablo. Así que el zen es árido pero lleva a algo increíble, como es árido escalar altas montañas, pero al que lo hace le merece la pena por lo que hay luego.
Hay en el campo que rodea esta casa dos árboles que crecen juntos. Son un roble y un olivo, compartiendo exactamente el mismo espacio, tronco con tronco. Son para usted el símbolo de este Zendo Betania, una casa cristiana donde se practica el zen. Usted misma es religiosa de la comunidad de Betania y maestra zen. ¿Qué ha encontrado como cristiana en el zen?
Yo lo descubrí en una búsqueda espiritual, para cultivar una experiencia mística que no encontraba por ninguna parte cómo hacerlo y cuando di con el zen encontré una forma de hacerlo. Mi propia comunidad de Betania me animó en este camino, pues mi maestra de novicias me dijo: “No me quedé tranquila hasta que te encontraste con el zen y el padre Lassalle”, que era jesuita y maestro zen y, a través de él me encontré con el maestro japonés que me acabó preparando para maestra. Y lo que encontré fue cómo cultivar en una misma algo que tú sabes que tiene que ser cultivado pero no tienes ni idea de cómo, porque todo lo que se nos enseña, en general, es de cabeza. En Holanda estudié una teología muy buena, muy abierta, de un grupo de avanzadilla, pero todo eso no dejaba de estar siempre en la cabeza. Incluso hablábamos de la espiritualidad pero no era un camino práctico. Lo mismo que le pasó al peregrino ruso que dice “todos hablan de la oración continua y nadie me lo enseña”, hasta que se encuentra con uno que le enseña la oración del corazón. Luego, con el tiempo, descubrí que en la galaxia del budismo zen se tiene una visión del universo que, no siendo igual, no es contradictoria sino complementaria de la perspectiva cristiana. Es la perspectiva de ver en la realidad su dimensión de misterio. Y eso es lo que descubrió Siddharta Gautama, convirtiéndose en “despierto” o buda: que las cosas no son sólo lo que ven nuestros sentidos y nuestro entendimiento, que eso es quedarse en la superficie. Descubrir “Eso”, que no es nada para los sentidos, pero es más real que lo que toco. A lo que lleva la práctica del zazen es a asentarse en esa realidad de misterio. En nuestra perspectiva cristiana es lo que Jesucristo descubrió cuando lo bautiza San Juan: “Tú eres mi hijo amado”. De modo que esa realidad no es neutral, ese misterio es un misterio de amor y de ahí nuestro lenguaje cristiano, que siempre es personal, mientras que en el budismo es a-personal, no impersonal.
Esa es tal vez una de las mayores diferencias entre el universo cristiano y el budista, la del amor personal o a-personal.
Sí, ahí están las diferencias entre una y otra galaxia, pero en el mismo universo donde todos estamos. Porque, como decían los griegos y luego retomó San Pablo, todos somos, nos movemos y existimos en Él.
Si he entendido bien, por tanto, en Zendo Betania se enseña ese camino práctico para sentarse uno mismo con el misterio.
Sí, que es muy diferente a ensimismarse, ya que se trata de olvidarse de sí mismo, de nuestro pequeño yo, que es la traba mayor para llegar al misterio, porque se pone constantemente en medio.
Usted y los voluntarios que han logrado sacar adelante este centro han recorrido un camino largo, pero ahora los cursos están llenos y con lista de espera. Parece que hay mucha gente interesada en este camino.
Porque responde a una necesidad. Ese camino árido es estar sentado frente a una pared, parecido a lo que enseñan los padres del desierto en la Filocalia, “metiendo el espíritu con el soplo”, dicen ellos. Es decir, concentrándose en la respiración, sin distraerse por ninguna otra cosa. Pero por el camino se perciben otros efectos. Por ejemplo, si uno se sienta así media hora cada día tendrá más serenidad, más capacidad de concentración, será una persona más asentada en medio de los problemas de hoy en día, que los hay muy gordos. También hace que se quiten velos de la realidad, que pasa a verse más tal como es. Un matrimonio que solía pasear por el bosque con sus hijos me contó que, desde que empezaron a practicar zazen, lo veían todo más vivo, más bonito. Y luego, si se va bien orientado, eso lleva a un auténtico despertar, a descubrir la unidad con los demás y a sentir el dolor de los demás como propio, lo que mueve a actuar. Porque hay un peligro enorme en una sociedad consumista, donde se toma una pastilla para cada cosa, que es hacer lo mismo en lo espiritual, consumir algo para nuestro propio bienestar y eso no es el camino del zen, eso es una forma de egoísmo, pero egoísmo espiritual.
Hoy se multiplican las ofertas, ¿cómo distinguir en ese supermercado espiritual?
Es una preocupación, precisamente me acaban de pedir un libro sobre cómo discernir. No es fácil decirlo en dos palabras, pero algo que es fijo, fijo en todas las religiones, es “por sus frutos los conoceréis”. Si alguien se desentiende de los problemas de los demás, no es buena señal; si la persona que orienta en el camino vive a lo grande, a lo mejor con avión propio, como en el caso de alguna secta, es para desconfiar; si uno quiere hacer su negocio, en lugar de hacer un servicio, también es para desconfiar.
¿Por qué hace falta un grupo? ¿No es suficiente la práctica individual?
Es imposible hacer este camino a solas, por su aridez. Y porque vamos contracorriente: se necesita a los otros para no verse a uno mismo como un loco. Y para no sentirse uno algo especial: los otros malos y yo bueno. Es lo contrario. Si se hace bien el camino, uno encuentra sus propias sombras, es imposible no verlas. Y hace falta un maestro, si uno se mete a fondo. Para sentarse diez minutos cada día uno consigo mismo, como recomienda Erich Fromm, no hace falta guía. Pero, si se va más a fondo, el maestro ayuda a no quedarse colgados en experiencias, en esos “seres celestes”. Esto hace mucha falta, especialmente con las personas piadosas, que lo que buscan, más que otros, son “consuelitos”, sentirse bien en el corazón. Y esto hay que decirlo mucho también en ambientes cristianos, recordando a San Juan de la Cruz, que dice que “hay más amigos de sus consuelos que de Dios”.
Pero es humana la necesidad de ese consuelo, necesitamos una cierta certeza de que estamos en el camino.
Mira el resultado. Si tras medio año de práctica, por ejemplo, te encuentras mejor, sigue. Si no te merece la pena, pues no sigas. Como el que empieza a andar por un rio helado, que avanza lentamente y va poniendo un pie detrás de otro y si algo hace “crac”, pues lo retira. En el zen, es igual. Si no te beneficia, déjalo, porque hay otras maneras de vivir.
En el cristianismo se ha favorecido la oración mental frente a la vía contemplativa. ¿Cómo reza Ana María Schlüter?
Yo practico el zazen en unos momentos y en otros me dirijo a Él, no voy a decir cómo, porque es personal, pero con palabras que surgen del propio corazón, de gratitud, de alabanza, de encomienda, “dejo esto en tus manos…”. No está reñido el sentarse a solas con el misterio con otros momentos en que se alaba o se expresa confianza. Ni siquiera para los budistas, aunque ellos se dirijan a los bodhisattvas, que podrían ser como atributos de Dios dicho en cristiano: hay el bodhisattva de la sabiduría, el de la compasión, etc. Pero durante el tiempo del zazen no entra ninguna expresión religiosa. Lo que denota su origen budista es que está centrado en el misterio.
Tal vez por eso muchos consideran el budismo una religión sin Dios. O, incluso, una filosofía más que una religión.
Porque no se conoce. Y sí es una religión, pero en la que no se habla de lo que no se puede hablar. Nosotros decimos que a Dios nunca nadie lo ha visto, así empieza el Evangelio de San Juan. Y, a pesar de eso, hablamos. Y también los budistas han escrito mucho. Pero no se atreven a tener cursos de teología que dicen cómo es Dios, porque esto es absurdo, hay que saber muy bien que estoy hablando de lo que no sé.
¿Hay que devolver a Dios su misterio?
Se tiene que revalorizar la teología negativa, que existe en el cristianismo pero lo que ha triunfado es la teología positiva, que va diciendo lo que es Dios; con el peligro consiguiente de que si, tiempo atrás, alguien se apartaba de una determinada definición era considerado fácilmente hereje.
¿Qué piensa una maestra zen cristiana que le falta o le sobra al cristianismo?
Al cristianismo no le falta nada, lo que nos falta a nosotros es vivirlo. Creo que es una bendición tener ahora a Francisco como obispo de Roma, porque lo que hace es llevarnos de nuevo al Evangelio y el Evangelio es el centro y hay muchas florituras que no ayudan a que se lo vea bien. De modo que a la fe cristiana lo que le falta es la vivencia. Algo que no sea meramente conceptual sino práctico: que no me hablen de marcas de agua sino que tengo una botella y bebo de ella. Luego, no encerrarse -y eso también lo dice Francisco- pensando que no podemos aprender de nadie. Siendo lo que somos y desarrollándolo muy bien, porque la fe cristiana tiene algo muy importante y único que aportar, pero también el budismo zen tiene algo muy importante que aportar y no se puede decir si es más o menos importante lo de cada uno, porque hablamos de cosas que no se pueden medir. Pero aprender unos de otros, ¿acaso no es lo que hace Jesús con la mujer cananea cuando dice que no ha visto fe tan grande en todo Israel y la pone como ejemplo?
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Sentarse a solas con el misterio
Muchas gracias Ana Marìa.
Hablamos de Dios, siempre por analogía. Los cristianos, cuando hablamos del Misterio de Dios hablamos de la trinidad. Hablamos de la revelación de Dios en su Hijo Jesucristo. Dios no es un Dios tan escondido ni tan lejano. Es un Dios que tiene rostro. Su rostro nos lo ha mostrado Jesús, que es el culmen de la revelación. Por eso, querida Ana María, podemos hablar de Dios. Creo que no hablas de lo que el propio Francisco dice sobre estas nuevas búsquedas espirituales. En su carta magna «Evangelii gaudium» habla de ellas como de «fenómenos ambiguos». La oración cristiana y la vida del Espíritu, no puede ser tan complicada, para élites que tienen tiempo para ponerse a hacer respiraciones, abrazar árboles y cosas similares. Basta decir «Padre»…y sobre todo «Padrenuestro». Saber que hay un tú ante nosotros que tiene un rostro de padre y dirigirse a él en espíritu y verdad como un padre que nos ama y nos llama a vivir amandole a él y, sobre todo, a los demás. Ciertamente, conozco poco lo que hacen ustedes en esa casa de Brihuega. No sé si tienen una obra social. Sería todo un signo de ese narcisismo que critica en los árboles que no dan frutos. Por lo general, casi todos estos grupos que surgen de un budismo totalmente desconocido incluso por los que lo predican, nacen, crecen y mueren con el mismo pecado: se olvidan siempre de los pobres. Hoy muchos búscan esta new age o espiritualidad porque somos una sociedad enferma e insolidaria en la que se busca el «estar bien» por encima del bien común. Nos olvidamos de ser hijos y hermanos. No se olvide de los pobres.