Podríamos morir mejor

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Por Pau Farrás

“Era un paciente de unos 40 años con una metástasis incurable. Pese a que era una enfermedad terminal, le hicieron muchas pruebas, en algún caso metiéndole tubos por la boca y por el recto. ¿Hacía falta? Su mujer iba a verle cada día y muchas veces no podía entrar a su sala. Cuando la dejaban, debía entrar con bata y una máscara para la boca y la nariz. Le daba los besos a través de la mascarilla hasta que le dije que se la quitara, que mejor si le besaba directamente. Imagina los últimos días de tu vida de esta manera. Nos saltamos las normas y lo sacamos a ver el mar, que se ve desde el hospital, para que lo último que viera no fuera solo una habitación”. Habla Andrea Sánchez, una enfermera que ha pasado los últimos tres años en unidades de enfermedades crónicas y de paliativos en el Hospital del Mar de Barcelona.

El de las líneas anteriores es el caso que más la ha hecho sufrir, pero no el único dramático que ha visto. Muchas personas fallecen con sufrimiento evitable. Hay varias causas, pero dos son las principales. La primera es que se prioriza la curación a los cuidados. La segunda atañe a la ley.

Empecemos por la profesión médica. En las clínicas españolas, la muerte se toma como un fracaso terapéutico, no como el destino inevitable. En la jerarquía del hospital e, incluso, en la social, el reconocimiento de los médicos es mayor que el de las enfermeras y, aunque la distribución de género está cambiando, persisten los roles del patriarcado: lo masculino es lo médico, que cura -resuelve problemas- y lo femenino es la enfermería, que cuida -escucha, acompaña.

Sucede que, pese los avances técnicos, la medicina curativa tiene límites y siempre llega lo ineludible. En esa situación, según los mismos profesionales, las enfermeras son quienes están haciendo la muerte más llevadera, no los médicos.

Según estos mismos testimonios, son frecuentes las pruebas y los tratamientos innecesarios en los últimos días de vida y, en muchos casos, se minusvalora al paciente como sujeto en lugar de explorar sus deseos o los de su entorno. La enfermera es quien suele tener un mayor contacto con el moribundo y su familia y se desaprovecha su papel como acompañante a la muerte.

En la legislación también hay margen de mejora. Algunos médicos se inhiben a la hora de acelerar los procesos de los moribundos. Se niegan a retirarles la medicación y el suero incluso cuando la situación es definitiva; prefieren racanear con la sedación para no arriesgarse a que dejen de respirar y, en los casos más tozudos, siguen haciendo pruebas e, incluso, intervenciones pese a que los pronósticos no prevén mejora alguna. Es lo que en la profesión se llama “encarnizamiento terapéutico”, algo que ha sido criticado por muchos deontólogos, con especial mención al Informe Hastings (Los fines de la Medicina, 1996), el documento de ética más reconocido en la profesión médica tras el juramento hipocrático.

El informe hace una triple advertencia a los médicos. Primera, que deben poner en el mismo nivel el curar y el cuidar. Segunda, que han de paliar el dolor y el sufrimiento. Y tercera, que la tentación de prolongar la vida indefinidamente tiene que ser corregida. En esta línea, la Ley de autonomía del paciente (2002) contempla ya la sedación paliativa terminal como recurso. Sin embargo, las malas praxis todavía existen por desconocimiento de la ley o por las convicciones del propio médico.

También está el caso de los pacientes que, a pesar de recibir buenos cuidados paliativos, desean no prolongar más su vida. En ese marco se entenderían el suicidio asistido o la eutanasia, pero ambos están prohibidos por el artículo 143 del Código Penal. Quien coopera en los actos necesarios para el suicidio de una persona se enfrenta a penas de entre dos y cinco años de prisión. Si la cooperación llega al punto de ejecutar la muerte, las penas oscilan entre los seis y los diez años.

Pese a la amenaza, Carlos Barra, médico jubilado y miembro de la asociación Derecho a una Muerte Digna, reconoce que se practica eutanasia clandestina en España. ¿Qué ley se necesita? No puede haber derecho a la muerte porque la muerte es inexorable, pero sí se puede exigir una ley que reconozca el derecho a morir sin dolor. El siguiente paso sería reconocer también el derecho a no seguir viviendo. En ambos casos hay datos sobre las preferencias de la población.

En mayo de 2009 se publicó una encuesta a la población del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) llamada Atención a pacientes con enfermedades en fase terminal. El 95% de los españoles estaban a favor de una asistencia médica que evitara una muerte con dolor. No ha habido otro estudio desde entonces, pero cabe suponer que, siete años después, las cifras son parecidas. Muy pocas cuestiones tienen tanta aceptación.

Un estudio más reciente llevado a cabo por The Economist por toda Europa en junio de 2015 abundó en la materia. Un 78% de los 2.200 encuestados en España se manifestó a favor de una ley para que un médico pueda ayudar a morir a pacientes que lo pidan. Solamente Bélgica, Holanda y Francia tenían una mayor proporción de apoyos a esta hipotética ley; en los dos primeros países, de hecho, ya existe una protección para el médico. En el caso de la eutanasia, el porcentaje bajó pero siguió siendo mayoritario: un 66% de los encuestados apoyó que fuera legal que el médico administrara directamente la medicación para acabar con la vida del paciente que lo solicite.

¿Por qué existe entonces esa distancia entre lo que la sociedad piensa y lo que las autoridades hacen? No parece haber oposición. La Fundación Pro Vida, por ejemplo, declaró no trabajar con personas mayores, ya que solo apoya a “mujeres embarazadas que viven su gestación en graves dificultades”. Tampoco los médicos contrarios a la eutanasia y al suicidio asistido que consultamos se muestran en contra de una muerte más plácida. En realidad, cuesta encontrar manifestaciones en contra de una buena muerte. Sí se elogiaron en su momento los esfuerzos del papa Juan Pablo II en su agonía, pero poco más. No hay una ideología o un lobby contra las prácticas paliativas que expliquen la inhibición del Estado en esta materia. El por qué no hay voluntad política para legislar el morir bien pese a su aceptación social es una pregunta sin respuesta.

Pese a la ausencia de rival, no hay debate. Apenas Podemos introdujo la cuestión en la Asamblea de Madrid para mejorar la muerte en la comunidad autónoma y para que se facilite el testamento vital. El Proyecto socialista de Ley reguladora de los derechos de las personas al final de la vida, que concretaba y precisaba mucho más los derechos de pacientes y personal sanitario -y que incluía el derecho a morir sin dolor y a recibir la sedación necesaria- no salió adelante en 2011. Ante ello, varias comunidades autónomas han elaborado su propia ley sobre muerte digna: Andalucía, Navarra, Aragón, Baleares, Canarias y Galicia. El resto de comunidades tienen, simplemente, un registro de testamento vital. Un 0’4% de españoles ha firmado ese documento de voluntades anticipadas.

Sin embargo, ni las comunidades pueden cambiar el Código Penal ni en los hospitales parece hacerse nada para que los médicos cumplan la Ley de autonomía del paciente. Falta quien alce la voz.

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