El sábado 25 del próximo mes de octubre tendrá lugar en la catedral madrileña de la Almudena el relevo del cardenal Rouco Varela por el arzobispo Carlos Osoro, titular hasta ahora de la diócesis de Valencia. Nada tendría por qué resultar extraño si no fuera porque la coyuntura socio-religiosa, el modo como se ha hecho el nombramiento y el perfil de las personas en cuestión revisten el caso de una significación especial. Cabe preguntarse: ¿es este, el obispo Osoro, que pasó por el arzobispado de Oviedo con más pena que gloria, que ha guardado silencio ante la corrupción política en Valencia… la alternativa que el papa Francisco ha elegido para inaugurar un nuevo estilo en Madrid?
En primer lugar, en cuanto a la coyuntura socio-religiosa, se constata un cambio sustancial en el comportamiento religioso de la gente. Como advierten los especialistas, se está dando, al menos en Occidente, una verdadera transformación morfológica de la religión. Hay voces que ya hablan de cambio de era.
Desde la llegada del papa Francisco estamos asistiendo, particularmente en la Iglesia católica, a un fenómeno que levanta muchas expectativas. Desde Roma se envían mensajes que contrastan con los habitualmente recibidos, y, aunque tímidamente, se empiezan a percibir nuevas sensibilidades en el cuerpo social de la Iglesia. ¿Será todo esto una evanescente nube de verano, un simple cambio de ciclo o algo más sólido e irreversible? La esperanza en este caso tampoco debería estar reñida con la prudencia.
Porque, vista la historia reciente de la Iglesia, difícilmente se puede superar la cautela. Si es verdad que aún pervive el rescoldo del Vaticano II en mucha gente, tampoco se puede olvidar que la sombra del posconcilio está siendo muy alargada. Con la imposición del pensamiento único, el uniformismo pastoral y los fantasmas del comunismo, el secularismo y el relativismo moral, los papas restauracionistas han sembrado en el clero el miedo y la sumisión, además del carrerismo. Y, lo que es más grave, han llevado al desinterés y a la desafección del pueblo católico sobre todo lo que afecta a la Iglesia.
Traducido todo esto a la Iglesia de Madrid por los cardenales Suquía y Rouco Varela, la radiografía que presenta es casi plana. Salvo en pequeños reductos, se ha ido apagando la ilusión, la creatividad y la vida. De puertas adentro, se ha ido imponiendo el verticalismo sobre la horizontalidad y la democracia, la uniformidad exclusiva y excluyente sobre la diversidad, el juridicismo sobre la experiencia genuina, el patriarcalismo sobre la igual dignidad de las personas y géneros. Hacia fuera sigue reinando la insensibilidad ante la gravedad de la injusticia, el silencio ante las políticas discriminadoras y corruptas, la beligerancia contra toda ética aperturista y la complicidad con las políticas conservadoras. Una Iglesia, en suma, social y moralmente desubicada.
Con estas premisas, la diócesis que va a heredar Carlos Osoro no es, precisamente, brillante. Pero si a esto le sumamos no ya la larga espera, sino la forma misma del nombramiento, la cosa se torna más preocupante. Contra el deseo expreso de muchas y muchos militantes católicos que han manifestado públicamente su voluntad de participar democráticamente en la elección de su obispo, el Vaticano se ha aferrado a sus viejos hábitos, perdiendo una ocasión de oro para dar al mundo la otra imagen que parece buscar. Ha desoído una vez más la voz de la Iglesia local, demostrando que, en los temas realmente importantes, las cosas siguen fundamentalmente igual. Para la sensibilidad de hoy día resulta muy difícil entender cuáles pueden ser los motivos secretos que obligan a esta forma de nombramiento nada democrático y, menos aún, que se pretenda transformar las estructuras de una institución sin contar con la participación directa de las personas afectadas.
No obstante, el arzobispo de Valencia va a ser cómodamente recibido en la diócesis de Madrid. Desde la indiferencia reinante en la masa católica, acostumbrada a la sumisión y al acatamiento de todo lo que, viniendo de Roma, afecta directamente al clero, no va a encontrar ningún motivo para el desasosiego. Y por parte de las bases cristianas, silenciadas y excluidas del engranaje actual de la diócesis, es posible que, entre líneas, puedan ver en esta sustitución el principio del final de un exilio forzado y empiecen a recobrar el aliento. Nunca es tarde para activar la esperanza.
Porque, según se dice, dentro del cuerpo episcopal español es quizá Carlos Osoro el que representa un perfil jerárquico más bajo. Quienes le conocen bien destacan su capacidad de diálogo con todos los sectores, aunque no dejan de señalar que se siente más cómodo al lado de los “kikos”; se habla de su cercanía, estilo “párroco”, a las distintas situaciones de la gente (el papa lo llamó cariñosamente “peregrino”), su espiritualidad más bien religiosa. Nadie, que yo sepa, ha destacado su profetismo, la dimensión social del Evangelio, la complicidad con los movimientos sociales en lucha contra la injusticia y la corrupción política, el posicionamiento frente a las políticas de recortes, de empobrecimiento y exclusión.
Acercar la Iglesia de Madrid a la “revolución de la ternura”, ideal reflejado en la exhortación Evangelii Gaudium del papa Francisco, va a exigir al nuevo arzobispo —que no va a estar solo, naturalmente— una doble labor: por una parte, una dura tarea de deconstrucción del parcialismo ideológico al que se han sometido casi todas las instituciones en la diócesis: los medios de comunicación (Cope, 13tv, etc.), los edificios y centros públicos, las mismas personas. Y por otra parte, una política de “puertas abiertas” (46) no solo para “recibir y acoger” jurídica y estructuralmente a las y los diferentes, sino también para “impulsar” la emigración de la Iglesia madrileña desde lo privado a lo social y público (88), desde lo particular a lo universal (115), desde lo meramente religioso a lo universal y planetario (217 y ss.). Porque, como dirá el papa, “prefiero una Iglesia accidentada, herida y manchada por salir a la calle antes que una Iglesia enferma por el encierro y la comodidad de aferrarse a las propias seguridades” (49).
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