“El problema fundamental de las instituciones religiosas es cómo mantenerse en un medio que ya no da por supuestas sus definiciones de la realidad”. Esta afirmación, realizada en 1971 por el sociólogo de la religión Peter Berger, señala un problema no resuelto en la actualidad: la relación de las Iglesias con la democracia y su lugar en la sociedad. En el caso español, el problema concierne sobre todo a la Iglesia Católica que sigue siendo la confesión preponderante.
Acostumbrada durante siglos a tener el monopolio de la verdad y los valores, el cual le confería una hegemonía cultural con indudables beneficios sociales, políticos y económicos, se encuentra ahora en un panorama cultural y social donde conviven mentalidades y mundos de valores distintos y, a veces, enfrentados. Esta situación de desencuentro cultural y sociológico crea un malestar evidente, es lo que autores como Martín Velasco denominan “el malestar religioso de la cultura”. Este malestar, tiene causas complejas, pero es indudable su relación con una mala adaptación a la secularización. El reto es ser fiel al Evangelio, al mismo tiempo que se recrea un cristianismo actual, respetuoso de la libertad de conciencia, independiente del poder político, inmerso en un proceso de construcción de una ética civil incluyente para todos, y comprometido con la justicia social.
Cristianismo moderno
Si hubo un cristianismo primitivo, helenista, medieval…Ha de haber también necesariamente, un cristianismo moderno y actual, con un papel público, comprometido con la construcción de una sociedad, más libre y más justa, donde el ecumenismo, el diálogo fe-cultura-justicia, el diálogo interreligioso y la construcción de la paz mundial no son meros ideales utópicos y extravagantes, sino la agenda inexcusable de una Iglesia que quiera tener un papel público relevante. El Concilio Vaticano II lo intentó, pero se quedó a mitad de camino, han pasado 40 años y, lejos de solucionarse algunas cuestiones, han aparecido otras nuevas, que hacen que no podamos quedarnos sólo con la nostalgia de una época en la que la Iglesia se abrió al mundo.
La realidad española
Es necesario situarse en la realidad española y la manera como la Iglesia se sitúe no es irrelevante, ni para la sociedad ni para la propia Iglesia; ante este panorama, estudiosos del papel de la religión pública en una sociedad laica, como Rafael Díaz Salazar, inciden en distintos modos de situarse en la realidad. Podemos visualizar tres caminos, recorridos ya por algunos sectores de la Iglesia española:
1.Constituirse en grupo de presión social y político. Es el planteamiento de algunos sectores de la Iglesia española y de algunos medios de comunicación. Se incide en la relación entre moral y democracia. Se reconoce, al menos en teoría, el carácter laico de la democracia, pero se resalta mucho el hecho de que la democracia debe adecuarse a una verdad objetiva, esta verdad objetiva viene dada por la ley natural, algo racionalmente cognoscible y compartible por todos. Desde esa perspectiva, se considera que la Iglesia es el garante moral de una sociedad verdaderamente democrática, razón por la que se justifica una cierta beligerancia, que se plantea como ortodoxia moral, pero que adquiere pronto tintes políticos. Dicha beligerancia se expresa hacia fuera de la Iglesia, y hacia dentro, con aquellos sectores que no comparten necesariamente su punto de vista. Se hacen llamamientos dramáticos que tienen por objeto la salvación de la propia Iglesia y la sociedad. Desde ahí se invoca la objeción de conciencia en determinados temas. Como aspecto positivo, es importante su preocupación por las bases éticas de la democracia, pero es deudora de posiciones confesionalistas nostálgicas del nacionalcatolicismo. Se llama a la movilización frente a una supuesta persecución, pero no se es consciente de la posición de poder que suponen determinados privilegios frente a otros creyentes o no-creyentes. Se critica al poder político, porque en el fondo se le considera un rival en el ejercicio del mismo. No termina de asumirse la legitimidad del mismo, abrogándose ese derecho.
2.La deriva comunitarista. En algunos puntos puede coincidir con la postura anterior, pero hace menos hincapié en el papel público de la religión como garante de la moral pública. Lo más importante es el grupo, que se cierra sobre sí mismo para salvaguardar la identidad personal y colectiva. La forman pequeños grupos que se atrincheran y fomentan una pertenencia exclusiva, cristiandades en miniatura, donde la cohesión y la pertenencia al grupo es más importante que la conciencia personal. Se invoca la tolerancia y el respeto a la vida democrática, pero no para participar en la vida pública, sino para salvaguardar la pureza del grupo. Son grupos con mentalidad de gueto, pero con estética y estilos comunicativos postmodernos. Como punto a favor destaca la revalorización de lo comunitario, a expensas muchas veces del mundo al que hay que servir. Con frecuencia, se sitúan en posiciones morales y teológicas que aunque pretenden una plena fidelidad doctrinal, carecen de una adecuada fundamentación acorde con los tiempos que corren.
3.Situarse críticamente, pero en diálogo. Asumiendo el pluralismo que conlleva vivir en democracia, siendo una importante minoría, crítica y creativa, que participa en la arena pública en igualdad de condiciones con otras confesiones o actores sociales. Con convicciones, pero sin escudarse en privilegios confesionales para defenderlas. Contribuyendo así a una profundización en la democracia, aportando una lectura de los Derechos Humanos desde el radicalismo evangélico. Coincide en un aspecto con la primera postura, subraya el papel público y político de la religión, pero lo asume desde una posición radicalmente diferente. Asume el carácter laico de la democracia, y pretende ser una instancia crítica en el espacio público social. Su punto más importante son su exigencia de renovación de la Iglesia y su compromiso ético, político, cultural y religioso con los más marginados. El mayor riesgo es la marginación en el seno de la Iglesia y la consiguiente secularización interna.
Estado no indiferente
Ante el panorama del pluralismo religioso e intraeclesial, el Estado debe ser neutral pero no indiferente. Debe ser capaz de establecer una neutralidad real, sin permitir privilegios confesionalistas, al tiempo que se facilita y se promueve el ejercicio de la libertad de conciencia de todos los españoles, sin distinción de credos o ideologías. Tanto la Iglesia como el Estado deben comprometerse a “dar a Dios lo que es de Dios, y al César lo que es del César”.
Lo más coherente con el ideal democrático y con el Evangelio es una laicidad incluyente del hecho religioso que reconozca el carácter público de la religión. Para “dar a Dios lo que es de Dios” el Estado deber ser capaz de superar la tentación de sustituir la cosmovisión religiosa que suponía la cristiandad por una cosmovisión laica, porque el laicismo, si quiere seguir siendo laico, no podrá convertirse en una religión, tampoco en la ausencia de religión, sino en el espacio en el que las diferentes cosmovisiones, religiosas o no, puedan convivir.