Cuando era niña planificaba casarme a los 25 años. Por ese entonces, esa edad me parecía un buen momento para hacer semejante cosa, sin embargo cuando cumplí los 22 reformulé mis planes matrimoniales; el feminismo reinaba y cada vez era menos normal casarse en la segunda década de vida; para los 30 sería lo suficiente madura, habría gozado de mi soltería y estaría dispuesta a colgar la vida alegre sin reparos.
A los 26 comencé a darle vueltas otra vez a este asunto de casarme, ya con cinco años de relación. Cargando un poco a cuestas eso de que “las parejas con muchos años de noviazgo no se casan”, a los 27 y pico, para darle la contra al populoso dicho, di el “sí”.
No fue una decisión repentina como lo creyeron muchos, acepté casarme porque había llegado a un pleno convencimiento, para hacerlo sólo bastaba el empujoncito que sentí como cosa de Dios, a través de una amiga especialista en organizar bodas. Confieso que sentí pánico cuando comenzamos a planificar lo que sería una boda sin mucho aspaviento, nunca olvidaré lo tranquilo y feliz que se veía Javier (mi ahora esposo) al hablar de los detalles y los trámites necesarios para contraer nupcias en tiempo record.
Lo curioso de todo es que la noticia del matrimonio, generalmente, no es oportuna, incluso puede causar malos ratos a nuestros familiares sorprendidos ante tamaño atrevimiento; sin embargo, una vez que ellos asumen el empecinamiento de los prometidos y se dan cuenta de que no hay marcha atrás, llegan a involucrarse hasta hacerse los personajes protagónicos de la historia, al estilo telenovela con final feliz. Resumiendo, son ellos los que se casan.
Pero no sólo tu familia se involucra, también lo hacen los amigos y amigas de la novia. Javier lo pasó muy bien porque los varones no dan más consejos salvo el “piénsalo bien”. Era yo quien los recibía a diario, desde cómo maquillarme, hablar, cosas que llevar y no, tips para ser una buena esposa y otros tantos para soportar a tu marido; cómo sobrellevar los nervios o qué hacer en caso de que me retractara en el último momento. Los pocos amigos que invité se prepararon mucho más que yo para el gran día y, sin remordimiento, debo confesar que la persona que más disfrutó de todo ese maravilloso trajín fue mi amiga, la wedding planning, que se emocionó con todo lo que minimizaba.
A mí me importaba muy poco el color de los arreglos florales o cuál sería la consistencia del pastel, qué vinos se comprarían o cómo sería mi vestido, simplemente quería casarme y eso fue algo que nadie entendió, salvo mi esposo, que deseaba lo mismo. Quería hacer entender a los demás, que se preocupaban al no verme emocionada hasta las lágrimas con los preparativos; es que después de tantos años de conocer a Javier y algún tiempo de convivencia, el hecho de casarte tiene más de realismo que de ilusión. Después del viaje de novios volveríamos a casa a ser exactamente los mismos de toda la vida pero ahora en condición de esposos.
Mi serenidad emocional no era indicador de que la decisión de casarme no me trajera felicidad. Ciertamente el día de la boda, pese a que no fue lo sencilla que deseé, fue uno de los días más felices de vida, porque pese a haber decidido dar el gran paso de vivir juntos antes de casarnos, estábamos materializando el pacto de nuestro amor. Diciendo el uno al otro, ante Dios y la sociedad, que nos aceptamos tal cual somos y que queremos vivir como esposos, siendo uno por siempre.
Pienso y siento, ya como esposa, que lo más difícil de casarse no son los preparativos; cómo será la ceremonia o el vestido de novia, tampoco conseguir una buena impresión de tus invitados de la comida que brindas. Lo más difícil de casarse es llegar al convencimiento de que lo harás con la persona que has elegido, a la que conoces y que por ese conocimiento sabes cuán lejos llegarás con él o ella, porque sabes sus virtudes y defectos, sientes ser su complemento y conocen y respetan el papel de cada uno al momento de afrontar cualquier adversidad. Sobre todo, para mí una de las cosas más importantes de casarse es tener la seguridad de que con esa persona formarás un hogar que tendrá la marca personal de los dos siendo uno, donde en algún momento llegarán los hijos a los que se tendrá que educar y a quienes se heredará esa marca. Casarse implica mucha responsabilidad y trabajo, no olvidemos que la vida, sobre todo la de pareja, no siempre es color de rosa.
El matrimonio fue especial para mí por eso, sabía que Javier era mi perfecto complemento, conociendo y valorando no sólo lo bueno que tiene, incluso aquello que podría hacernos flaquear, y él lo mismo de mí. Creo que ésta es una de las razones para que dejen de incrementarse los divorcios; el conocerse bien, por eso me atrevo a sugerir que esto de ser novios se tome con calma y mucha libertad, que permita la confianza de ser uno mismo cuando se está en pareja y mostrarnos al otro como realmente somos; ser amigos ante todo. La manera de medir esto es cuando sientes que le hablas a tu novio o novia como si fuera ese amigo íntimo que te escucha, comprende y aconseja, con el que no tienes barreras en la comunicación porque no existe el temor al qué dirán.
Además de todo lo que se pueda premeditar o planificar para conseguir un matrimonio perfecto, no debemos olvidar que Dios tiene un propósito para cada uno y que nuestra pareja complementa ese propósito, tener presente a Dios en nuestras vidas permitirá encontrar a la persona adecuada, tener una extraordinaria relación y, sobre todo, contar con la fortaleza suficiente para afrontar como esposos los días grises, con el valor de perdonar los errores, resurgir juntos y comenzar otra vez. En suma, tener un matrimonio para toda la vida.