Acompañar la vulnerabilidad desde la poesía: Una lectura creyente

“La poesía, por ser el género literario especializado en la expresión de los sentimientos, constituye un marco perfecto para poder compartir con libertad nuestras emociones y cuestionamientos más íntimos”

Un viernes a última hora, estaba intentado explicar el famoso poema de Quevedo “Amor constante más allá de la muerte” (https://web.seducoahuila.gob.mx/biblioweb/upload), cuando Manu, un alumno de diecisiete años, cortó mi explicación sobre la referencia a la laguna Estigia, que en la mitología griega separaba el mundo de los vivos del de los muertos, para confesarme delante de toda la clase el gran temor que le suscitaba la muerte. No obstante, en seguida precisó que lo que le daba miedo no era tanto la muerte en sí, como morirse pensando “que toda mi vida hasta ahora ha sido una mierda”.

En mi primer año como profesora, me ha sorprendido la gran cantidad de problemas de salud mental que muchos alumnos arrastran como la más pesada de las mochilas: ansiedad, depresión, insomnio, trastornos de conducta… Una lista inabarcable que, al parecer, la pandemia ha contribuido a agravar. Desde principio de curso me he sentido enormemente impotente ante este amplio abanico de problemas que han ido aflorando y de los que me he enterado tanto por los propios alumnos, como por sus padres.

Ante este sentimiento de impotencia, me he preguntado muchas veces cuál podía ser la mejor forma de acompañar o apoyar a estos alumnos, aparte de coordinarme con el departamento de orientación y recomendarles atención psicológica personalizada.

Una de las conclusiones a las que he llegado es que es importante crear espacios en el aula en los que el alumnado pueda expresarse y hablar de sus propias emociones y experiencias. Por suerte, la poesía, por ser el género literario especializado en la expresión de los sentimientos, constituye un marco perfecto para poder compartir con libertad nuestras emociones y cuestionamientos más íntimos.

Por ejemplo, el hecho de que el mencionado alumno pronunciara una frase tan nihilista y cargada de desesperanza, dio pie a que el resto de la clase se convirtiera en un coloquio en el que hablamos de la importancia de encontrar pasiones que hicieran que la vida mereciera la pena, se planteó la cuestión de la posibilidad de la vida después de la muerte, el sentido o el sinsentido de la fe y las creencias religiosas y, finalmente, en paralelo con el mensaje final del poema de Quevedo, terminamos concluyendo que había algo de lo que seguro podríamos arrepentirnos al final de nuestros días: de no haber amado lo suficiente, o que, tal y como escribió Pedro Casaldáliga, pueda decir:

“Al final del camino me dirán: -¿Has vivido? ¿Has amado? Y yo, sin decir nada, abriré el corazón lleno de nombres”.

Soy consciente de que los espacios de libre expresión no son ni mucho menos suficientes para solucionar los complejos y profundos problemas psicológicos de los chicos. No obstante, aunque por permitir este tipo de diálogos informales, alguna vez la clase se me haya ido un poco de las manos, me gusta pensar en ellos como una pequeña semilla de mostaza, plantada en medio de un panorama tan desalentador que, al menos, puede servir para conocer más de cerca y acompañar mejor las oscuridades y vulnerabilidades de cada uno. En teoría, el propio Jesús fue el que insistió en que los cristianos tenemos que ser “la sal de la Tierra”, aunque también podría haber dicho perfectamente el “polvo enamorado de la Tierra”.

Este mismo alumno que, por cierto, tras atravesar una crisis depresiva durante el curso pasado ahora parece estar mucho mejor, me regaló la siguiente anécdota, una de las que recuerdo y atesoro con más cariño:

Estaba yo otro día cualquiera soltando uno de mis discursos sobre la dificultad de definir el concepto de poesía, ya que es algo que tiene tantas definiciones como lectores, la poesía no está solo en los libros de Lengua, sino que abarca los aspectos más bellos e inexplicables de la vida. Como dice Lorca “todas las cosas tienen su misterio y la poesía es el misterio que tienen todas las cosas”. Manu, como tenía por costumbre, volvió a interrumpir mi explicación para compartir conmigo y con el resto de la clase que él tenía mucho cariño a la poesía y, sin apenas darme tiempo a reaccionar, empezó a contar que, cuando se estaba muriendo su abuelo, le pidieron que se aprendiera uno de sus poemas favoritos. Él se lo aprendió y se lo recitó con tanta emoción que tanto su abuelo enfermo, como el resto de familiares allí reunidos rompieron a llorar. “Fue un momento triste, pero muy bonito”, concluyó. Yo, claro, totalmente enternecida, le pregunté de qué poema se trataba. “El Padre Nuestro”, contestó, quedándose más ancho que pancho y dando pie a la carcajada general de toda la clase. Y mientras, Manu se sonreía, porque en el fondo no era solo todo un personaje, sino también un gran actor y le gustaba hacerse un poco el tonto, si con eso provocaba las risas del resto de la clase.

Y aunque entonces traté de explicarle por qué el Padre Nuestro no se consideraba exactamente un poema, sino más bien una oración, meditando más detenidamente sobre ello creo que, en el fondo, Manu tenía más razón que un santo, puesto que ¿Acaso hay mayor poeta que Dios? ¿Acaso hay misterio mayor que el del cristianismo? ¿Acaso hay belleza mayor que la que esconden los versos del Padre Nuestro?

Qué poético que un adolescente que, psicológicamente, atravesaba un momento tan duro fuera, en ese y otros muchos momentos, sal de la Tierra, luz del mundo y polvo enamorado para sus compañeros y su profesora de Lengua que nunca lograba aguantarse del todo la risa tras sus inesperadas salidas.

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