San Isidro, de cuya canonización se celebran ahora los 400 años, fue un santo del siglo XI. Pilar Pazos nos propone esta semblanza sobre su vida, llena de humor y erudición.

Catedral de La Almudena. Madrid.
“Oggi il Papa ha canonizzato quattro spagnoli e un santo”. Así difundieron algunos “malvados” la canonización por parte del papa Gregorio XV, el 12 de marzo de 1622, de Teresa de Jesús, Ignacio de Loyola, Francisco Javier, Isidro Labrador y Felipe Neri. Estaba claro que el santo era Felipe Neri, apóstol de Roma y fundador de la Congregación del Oratorio y que a los italianos no les agradaba que solo este florentino estuviera entre cuatro españoles.
Bien es verdad que hoy se podría haber difundido esta múltiple canonización con otros titulares; por ejemplo, en clave feminista: “Una mujer canonizada junto a cuatro hombres”. O en clave nacionalista: “Cuatro españoles y un solo italiano”, con su versión futbolística: “España 4-Italia 1”; incluso se podría titular con cierto acento proletario: “El triunfo de un labrador”, y hasta en clave eclesiástico-social: “Apoteosis de un seglar”.
Sin quitar ningún mérito a san Felipe Neri, no se les pueden poner pegas a santos tan creativos y combativos como los españoles: Teresa de Jesús no se mordía la lengua al decir que, como los jueces eran hombres, se les notaba menos beligerantes con ellos que con las mujeres. Ignacio, militar, una especie de independentista del siglo XVI, que fundó la Compañía de Jesús, extendida en pocos años por casi toda Europa y por muchos lugares de América, que contaba en esas fechas con unos trece mil miembros uno de los cuales era Francisco Javier, incansable misionero que llevó el anuncio de la Buena Nueva al Oriente.
Por último, Isidro
San Isidro fue un labrador nacido a finales del siglo XI y principios del XII; mozárabe: era un cristiano que vivía en tierra de moros que, desde el sur de España hacia el Norte, iban conquistando pueblos; uno de ellos era una colina privilegiada, con agua abundante, llamada Maǧrīţ, Magerit, fundada sobre un asentamiento visigodo del siglo VII donde en el siglo IX se acomodó Muhammad I. Aún hoy se pueden ver restos de la muralla que levantó para librarse de los ataques de los castellanos que, desde la lejana Covadonga, iban reconquistando poco a poco esas tierras ocupadas. Así hasta que, en 1085, Alfonso VI conquistó Toledo, la antigua capital visigótica, y de paso también la insignificante Madrid que por su situación fronteriza aguantó embates de uno y otro bando.
La mayoría de su contorno estaba formado por suelo agrícola y así lo demuestran algunos lugares, hoy céntricos, que conservan sus nombres, como Plaza de la Paja, Plaza de los Carros o Plaza de la Cebada donde, precisamente, estaba la casa de Iván de Vargas, el amo de Isidro, y la iglesia de San Andrés, donde fue bautizado y sepultado y adonde venía a rezar con más frecuencia de la que debiera, según sus envidiosos compañeros.
Los monarcas de la dinastía Trastámara (XIV-XVI) se encontraron a gusto en Madrid y en ella celebraron varias veces las Cortes castellanas. Pero el punto culminante de Madrid llegó en 1561 cuando Felipe II asentó en ella la Corte porque, además de su situación privilegiada en el centro de la península, tenía mucha agua, un Alcázar habitable y alrededores con muy buena caza.
¿Qué hizo Isidro?
El papa Francisco en su exhortación Gaudete et Exultate de 2016 cuando hablaba de “los santos de la puerta de al lado” parece que estaba pensando en san Isidro: humilde, servicial, trabajador, caritativo… el vecino ideal.
Según la bula de canonización: “En Mantua Carpetana, corte de los reyes de España, que se llama vulgarmente Madrid, en la diócesis de Toledo, nacido de humildes, pero de píos y católicos padres, floreció Isidro… hombre muy insigne y de admirable inocencia de vida, y gloria de milagros”.
Pasa la bula a describir algunos de los milagros que hizo en vida y que son los que le acompañan en la iconografía popular. “Fue acusado para con su amo, cuya tierra labraba, que, por ocuparse más en obras de piedad, parecía descuidar la labor. El amo, pues, lleno de cólera pasó para castigar a Isidro al campo, que creía no estar labrado, y le vio arar con tres yugadas de bueyes, una y otra regían dos mancebos, ambos parecidos, vestidos de blanco, y la tercera Isidro… el amo llegó a entender ser verdad lo que muchas veces le había asegurado Isidro, que las horas que se empleaba al Oficio divino, no eran infructuosas”.
También relata la bula cómo salvó a su propio hijo cuando cayó al pozo, que hoy se puede ver en la casa-museo, al conseguir que subieran milagrosamente las aguas hasta la superficie. Y, aún hoy, en la pradera donde trabajaba, sigue manando el agua que hizo surgir de la tierra para saciar la sed de su amo.
Estos relatos milagrosos y alguno más han llegado a nosotros gracias al códice medieval de veintiocho páginas escrito por Juan el Diácono, que se puede admirar en el museo de la catedral de Madrid, descubierto junto al arca mortuoria de San Isidro en la iglesia de San Andrés y que se encuentra ahora en el ábside de la catedral de Madrid.
Los devotos reyes españoles
La fama de santidad de Isidro permaneció en los madrileños unida a los innumerables milagros que realizaba (más de cuatrocientos) no solo a la gente sencilla, a sus paisanos, sino a la nobleza e incluso a los reyes.
Alfonso VIII, a su paso por Madrid después de la batalla de las Navas de Tolosa (1212), reconoció en el cuerpo incorrupto de San Isidro al pastor que le enseñó un camino secreto por el que pudo obtener la victoria.
Siglos después, Felipe II, que se curó de una grave dolencia al beber el agua milagrosa de la pradera, pero fue Felipe III, por sobrenombre “El Piadoso”, el que se hizo llevar el cuerpo del santo hasta su alcoba del Alcázar para que le librara de una enfermedad maligna.
Y así hasta que, en 1662, la Plaza Mayor acogió las fiestas de la canonización de los cuatro españoles con celebraciones religiosas y profanas: teatro, música, bailes, toros, fuegos artificiales… La monarquía quiso que los festejos por la canonización de San Isidro fueran extraordinarios ya que afianzaban a Madrid como capital del mundo hispánico, uno de los mayores imperios de la historia en aquellos momentos.
Posteriormente, ya en el siglo XVIII, también Carlos III, que no dudó en expulsar de España a la Compañía de Jesús, se hizo visitar por san Isidro con buen resultado. Desde entonces, el cuerpo de San Isidro se trasladó a la iglesia de los jesuitas que había quedado sin dueño y allí permanece, en La Colegiata de San Isidro, en una urna de plata, regalo de los plateros de Madrid. Y allí acoge a quienes quieran ganar el jubileo de este Año Santo otorgado por la Santa Sede.
Las paradojas del Santo
“San Isidro fue amable a Dios y a los hombres; y siendo un simple labrador, tuvo la ciencia y la fortaleza de los santos”. Así empieza la biografía de Juan el Diácono recalcando esa primera paradoja de su vida: era sencillo, iletrado (aunque según estudios posteriores parece que sabía escribir), sin grandes pretensiones, pero consiguió la ciencia de los santos. Su humildad le llevó a ser el preferido del pueblo al que pertenecía, pero obtuvo el favor de los reyes, que obtuvieron milagros de él a pesar de que quizás le usaron para reafirmar sus legítimos poderes.
Madrid sigue teniendo con orgullo como patrón a San Isidro Labrador, cuando esta ciudad, que ahora acoge a más de tres millones trescientas mil personas, ya hace tiempo que no tiene en su recinto ni alrededores campos cultivados.
Acogedor de rogativas, no es raro que en los días de su fiesta y para disgusto de algunos habitantes de ciudad, haga llegar la lluvia a los campos ya sedientos por los primeros calores de la primavera.
Un Isidro al que tacharon sus vecinos de vago es hoy ejemplo del cristiano trabajador que no encuentra obstáculos para vivir su amistad con Dios en la vida diaria y que, en su tiempo, y también ahora, muestra que no es necesario retirarse del mundo y olvidarse de formar una familia para ser modelo de santidad.



Museo de San Isidro. Madrid.

Museo de la catedral de La Almudena. Madrid.

