Las cárceles parecen pertenecer a una dimensión desconocida, tal vez porque la costumbre de apartar la mirada de las realidades duras que nos interpelan está muy extendida. El punto de vista de una de las personas que no miran para otro lado -un voluntario- puede ayudar a desarmar prejuicios.

No soy un experto en cuestiones penitenciarias; únicamente un voluntario que quiere exponer una serie de reflexiones sobre el asunto que casi siempre se aborda desde presupuestos maniqueos, en los que el recluso es el malo de la película. De este modo, el papel de la cárcel queda reducido a alejarlo de la sociedad, mientras que el aspecto regenerativo, que debería ser el primordial, pasa a un segundo plano.
Todos hemos oído alguna vez que las prisiones españolas son como hoteles de cinco estrellas, y circulan mensajes de whatsapps con imágenes de cárceles de países del Sur con los reclusos hacinados, comparándolas con otras de prisiones españolas impolutas como cuarteles en vísperas de la visita del general. No sé si quien las hace circular se ha parado a pensar que el mismo contraste existiría entre suburbios de Calcuta o favelas de Río con los barrios más humildes de nuestras ciudades.
La perspectiva es aún más sesgada cuando se asimila inmigración con delincuencia y se afirma que la población reclusa extranjera es proporcionalmente mayor que la española. No se piensa que la delincuencia más que con el pasaporte del individuo está relacionada con su clase social. La gran mayoría de los reclusos pertenecen a las clases sociales más pobres o más desarraigadas y, en cualquier país, entre los emigrantes siempre hay una mayor proporción de pobres que entre la población de acogida.
Siendo España uno de los países de la UE con índices de criminalidad más bajos, tiene una de las poblaciones reclusas más numerosas
En las noticias en los medios prima el enfoque de que los delincuentes son tratados con excesiva benevolencia, sin aportar datos que pudieran equilibrar el fiel de la balanza; pocas veces se cita el hecho de que, siendo España uno de los países de la UE con índices de criminalidad más bajos, tiene una de las poblaciones reclusas más numerosas. Tampoco que la duración media de la condena es aquí también más alta.
De hecho, no hay un debate sobre las causas de esa situación y ello da alas a los mecanismos de seguridad de la sociedad. Sí se ve que los exiguos aumentos en los presupuestos anuales no se destinan a mejorar los aspectos relacionados con la reinserción (psicólogos, terapeutas…), sino los mecanismos de seguridad de las prisiones. Añádase a esto la escasa o nula puesta en práctica de medidas alternativas, como los servicios a la sociedad.

Los voluntarios
Una cárcel es un lugar especialmente inhóspito, pero no sólo para los reclusos; lo es también para los otros participantes en ese hábitat de reclusión y aislamiento social que es una prisión, por ejemplo, funcionarios y voluntarios. Los funcionarios de prisiones tienen que trabajar en un ambiente tenso, con unos interlocutores, los reclusos, que viven en una situación de desarraigo y opresión que hace muy difícil una comunicación fluida.
En cuanto a los voluntarios, lo inhóspito no proviene de su relación con los reclusos que, por regla general, los aceptan de buen grado. De alguna manera, les ayudan a romper la monotonía de las largas horas de encierro y, en muchos casos, les resuelven problemas de comunicación en forma de traducción a los que no dominan el español o comunicándose con sus familias.
Los voluntarios suelen tener más problemas con algún funcionario que con los reclusos, lo que es lógico si pensamos que, mientras éstos ven al voluntario como un posible benefactor, para el funcionario el voluntario es alguien que viene a dificultar de alguna manera su tarea pues el suyo es un trabajo sometido a rígidos protocolos de seguridad. El voluntario introduce una variación en esa rutina, cuando no un posible testigo de los fallos.
La cuestión de los voluntarios de prisiones tiene dos vertientes: una relativa a la formación, común al voluntariado en general en España. Su buena voluntad se ve pocas veces acompañada por una formación específica del voluntariado penitenciario: no es lo mismo, por ejemplo, acompañar a niños enfermos de cáncer que visitar una cárcel. Por otra parte, los voluntarios lo son de un centro determinado, de forma que uno de la cárcel de Aranjuez no podría seguir en contacto con un recluso al que trasladen a Valdemoro, pongamos por caso. Además, el voluntario no tiene ningún tipo de estatus reconocido, de manera que está siempre al albur del director del centro que, sin dar ningún tipo de explicación, puede retirarle la tarjeta que lo acredita.
Los reclusos
Sin embargo, quienes más sufren las consecuencias de un sistema penitenciario en el que prima el aspecto punitivo y de alejamiento de la sociedad, en contra de lo que sería su objetivo principal -reeducar al delincuente y, después de pagar por su delito, devolverlo rehabilitado a la sociedad-, son los reclusos. Lo que el sistema quiere es seguridad, pero olvida que el mayor causante de inseguridad es la desigualdad. Quien más sufre esas consecuencias, digo, es el recluso, inmerso en un medio en el que resulta más visible que en ningún otro la realidad que expresa el viejo aforismo: “¡pobre del pobre!”.
Nunca estaremos más seguros que cuando hayamos atacado la raíz más importante de la delincuencia: la desigualdad social
Su mayor anhelo es la libertad, pero, aunque en teoría la justicia es igual para todos, la realidad es que quien puede pagarse un abogado tiene unas posibilidades que el que depende de uno de oficio no tiene: posibilidades de defensa, de información y hasta de seguir delinquiendo. Los abogados tienen acceso libre a sus clientes sin que, si no es con orden judicial (recordemos el caso del juez Garzón), nadie pueda escuchar sus conversaciones. Por el contrario, el recluso que dependa para su defensa de un abogado de oficio puede llegar al juicio sin haber tenido la posibilidad de hablar con él ni de haber establecido una estrategia de defensa.
Mejora del sistema penitenciario
En mi opinión, las medidas que hay que tomar para mejorar nuestro actual sistema penitenciario son de muy distinta índole. Algunas de tipo legislativo, como revisar calificación de delitos y penas; otras, dirigidas a fomentar la sustitución de penas de cárcel por servicios a la comunidad; importante también sería armonizar los criterios para la concesión de permisos penitenciarios que, bien usados, son un entrenamiento magnífico para que el recluso vaya reintegrándose a la sociedad… Un largo etcétera que, sin embargo, no serían más que parches para ir tirando hasta que, como sociedad, no seamos capaces de comprender que nunca estaremos más seguros que cuando hayamos atacado directamente la raíz más importante de la delincuencia: la desigualdad social.