Antonio Guterres, secretario general de Naciones Unidas, pedía a finales del pasado marzo un “alto el fuego inmediato global” para centrarse en combatir la COVID-19 en todos los rincones del mundo. Este cisne negro se suma a años de guerras, sistemas sanitarios aniquilados y millones de refugiados y desplazados en riesgo.
“Deponed las armas, silenciad los cañones, poned fin a los bombardeos aéreos”, exhortó Guterres, reclamando el establecimiento de corredores de ayuda humanitaria “que salvarán vidas”. “Acabemos con la plaga de la guerra y luchemos contra la enfermedad que asola nuestro mundo. Esto comienza por el cese de los combates. En todas partes”, insistió el secretario de la ONU, además de anunciar la inversión de 2.000 millones de dólares para un fondo contra el virus.
La declarada pandemia del coronavirus por la Organización Mundial de la Salud (OMS), que al cierre de esta edición afectaba a 188 países con casi 30.000 muertes y casi 700.000 personas afectadas, ha irrumpido como un verdadero cisne negro. En relaciones internacionales es un acontecimiento inesperado que tiene un gran impacto mundial y que, a pesar de su imprevisibilidad, se puede explicar una vez se ha producido. El concepto adquirió relevancia por el libro con el mismo título del economista libanés Nassim Taleb. En momentos de la historia se producen fenómenos sorprendentes que cambian el paradigma y que según este autor permiten avances tajantes.
A pesar de que la ONU haya pedido el cese de los ataques y de la irrupción abrupta del virus en todo el globo, hay guerras y conflictos encallados que siguen cobrándose miles de muertes, millones de desplazamientos humanos y sufrimiento extremo, que no conviene aparcar por la actualidad que nos agita.
Un mundo desbaratado
Afganistán, Siria, Iraq, Yemen, múltiples luchas en el Sahel (Malí, Níger o República Centroafricana) y la guerra olvidada de Sudán del Sur… El orden mundial está desbaratado. Estados Unidos está perdiendo su supremacía y se resiste con una guerra de aranceles. China está en pleno ascenso y hay partes del mundo que no lo aceptan de buen grado. Rusia pone un pie en todo lo que puede (la presencia en Libia y la ayuda humanitaria a Italia es buena prueba de ello). Una Unión Europea desdibujada y sin liderazgo. El multilateralismo está herido de muerte y el sistema económico capitalista hace aguas. Los instrumentos del sistema de naciones, como el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, están paralizados. Y los de responsabilidad colectiva, como la Corte Penal Internacional, son soslayados y menospreciados. El terrorismo de origen islámico extremista sigue azotando a buena parte del mundo. La derrota del ISIS en Siria e Irak y la desaparición de su autodenominado califato es apenas una batalla en una guerra mucho más prolongada. Turquía busca hueco pugnado con Rusia y Siria, Irán, Arabia Saudí y chantajeando a la UE con la factura de la contención de refugiados en sus fronteras. Y para guinda el ascenso de los nacionalismos, populismos de derecha (Italia, Austria, Holanda, Alemania, Italia o España), y el antiglobalismo legitimado (Brexit, ruptura del acuerdo nuclear de Irán, vulneración de los acuerdos de paz con guerrillas en América Latina, narcotráfico o tráfico de persona, drogas y armas como nunca antes), es una realidad.

El poder mundial se ha atomizado y crece esa tendencia con el negacionismo climático de Bolsonaro, Trump, y en parte China, a pesar de las evidencias científicas, las crisis humanitarias en el África subsahariana y las revueltas cívicas de Chile, Hong Kong, Francia o del sector agrícola en España, por las brechas cada vez mayores de rentas y desigualdad crecientes. Una plaga de langostas avanza por el Cuerno de África, desde finales de 2019, la peor que se recuerda en décadas. Ocupa miles de kilómetros cuadrados devorando las cosechas que encuentra a su paso, y se extiende por más de quince países, con Kenia, Somalia y Etiopía en el epicentro y la amenaza de seguridad alimentaria de 25 millones de personas.
“Hombres fuertes”
Los “hombres fuertes” (porque esto es una cuestión de género), se disputan las hegemonías y alimentan la violencia extrema: la expulsión de 700.000 rohingya en Myanmar; la opresión de Maduro contra su propio pueblo; las purgas de disidentes de Erdogan y El- Sisi. Putin que posa su “garra” en Georgia y Crimea y aviva la violencia separatista en Ucrania; controla ilegalmente el Mar de Azov; emponzoña las democracias occidentales con la guerra cibernética. China detenta la navegación en el Mar de China Meridional y detiene arbitrariamente a críticos chinos y extranjeros. Arabia Saudita auspicia una guerra cruel en Yemen, secuestró al primer ministro libanés Hariri y ordenó el asesinato espantoso del periodista disidente Jamal Khashoggi en su consulado en Estambul. Irán planea ataques contra disidentes en suelo europeo. E Israel se siente amparado por Trump a socavar cada vez más la inestable situación de Oriente Próximo, con un Hamás debilitado.
Causas de los conflictos
Detrás de las tensiones y los conflictos en el mundo hay distintas causas: el control de los recursos naturales, la desafección hacia los partidos políticos tradicionales, la corrupción, los conflictos por motivos étnicos, comerciales y tecnológicos, el auge de los extremismos o los efectos adversos del calentamiento del planeta. No hay una única razón, pero las consecuencias sí son comunes: ataque a los derechos fundamentales y aumento de vulnerabilidad de los más débiles.
Algunos de los enfrentamientos bélicos que persisten son:

Libia.- El territorio que comprende en la ribera sur del Mediterráneo se ha convertido en un estado esclavista. El general Haft (asistido por Egipto, Emiratos Árabes, y Rusia), se enfrenta al gobierno de Trípoli reconocido por la comunidad internacional (ayudado por Turquía y Qatar) y ha generado un estado dividido en dos.
Siria.- La guerra que comenzó hace casi una década sigue activa en una parte del territorio. Ha segado la vida de 380.000 personas, según el Observatorio Sirio por los Derechos Humanos. Apenas quedan escuelas, hospitales y viviendas en pie y ha generado 12 millones de desplazados.
Yemen.- Tras 5 años de guerra civil derivada de un golpe de Estado, el conflicto se ha agravado por la ayuda de otras potencias. El reino de los sauditas y sus aliados yemeníes reconocidos por la comunidad internacional no consiguieron aplastar la revuelta de los hutíes, asistidos por Irán. Afronta una terrible hambruna en el 60 por ciento de la población y un brote de cólera con más de 2.000 fallecidos.
Oriente Próximo.- La eterna lucha entre Israel y Palestina, las guerras de Irak y Afganistán y las graves tensiones entre Estados Unidos e Irán son los principales escenarios de la zona.
Sahel .- Una amplia franja de un lado a otro del continente africano, desde Senegal a Etiopía. En esa zona se aúnan múltiples enfrentamientos armados entre regímenes autoritarios, facciones corruptas y luchas étnicas. En términos de desarrollo humano muchos de los países están a la cola. Burkina Faso es el último país que se ha convertido en víctima de la inestabilidad causada por el yihadismo en la región del Sahel, en el Oeste de África. Si el conflicto perdura la violencia podría extenderse del norte al sur del país, y afectar a otros países de la región hasta ahora pacíficos, como Costa de Marfil o Ghana. En Malí se enfrentan tuaregs y yihadistas; el conflicto contra Boko Haram en Níger sigue presente en Chad, Camerún y Nigeria; o el de la República Centroafricana.
Sudán del Sur.- Es la nación más joven del mundo y desde 2013 afronta una guerra sin fin a pesar de los intentos de mediación. El presidente y vicepresidente, tras la independencia de la República de Sudán, se disputan el control de los recursos que posee: diamantes, oro, plata, volframio, cobre y zinc, generando una de las hambrunas más agudas del planeta.
Etiopía.- El primer ministro Abiy Ahmed (Premio Nobel de la Paz 2019) ha caminado por la senda del diálogo con la oposición y con Eritrea, el principal enemigo exterior. Aún así, el país afronta problemas de calado, como el descontento de los Oromos y Amharas, los dos grupos étnicos más numerosos y marginados por la minoría Tigray.
Más sociedad civil, para no dejar a nadie atrás
Ante esta foto tan sombría del mundo, sólo cabe redoblar el activismo para conseguir una sociedad civil más alerta. Una ciudadanía exigente con procesos más transparentes en las tomas de decisiones de Gobiernos y organismos internacionales. Políticas públicas que asuman procesos participativos de sus sociedades. La plataforma cívica Futuro en Común ha lanzado un comunicado previniendo de los riesgos de ir a más autarquía y fronteras frente al miedo. Defiende la Declaración de Roma sobre el ODS16+, para impulsar procesos de paz, justicia y gobernanza en todos los aspectos, teniendo en cuenta a las poblaciones marginadas, empoderando a las mujeres y las niñas, las minorías, las personas con discapacidad, los LGTBQ+, los apartados por motivos de origen o religión.
La sociedad civil ha de permanecer unida para contrarrestar la oleada de nacionalismo, desigualdades estructurales y los riesgos de violencia y conflicto. Estamos inmersos en una emergencia climática. La oportunidad que se presenta debe rehabilitar nuestros ecosistemas y combatir la pérdida de biodiversidad. El planeta ha demostrado la capacidad técnica y financiera para asumir el liderazgo y apoyar a los países en desarrollo en su transición hacia las economías resilientes y bajas en carbono. La Agenda 2030 y los ODS son un activo en esa hoja de ruta hacia la gobernanza global ciudadana.
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