
El caso de los abusos sexuales en la Iglesia chilena reveló la profundidad del mal en una Iglesia cuya jerarquía tuvo que presentar colectivamente su dimisión ante el Papa. El descubrimiento de la profundidad del problema ha sido también ocasión de una gran movilización del laicado chileno a favor de una iglesia diferente.
Heredé la fe de mi abuela, quien con cariño me llevó desde pequeña a la parroquia de mi pequeño pueblo, en Chile, al sur del mundo. Me gustó ese ambiente de plena participación: jugaba, aprendía, colaboraba y rezaba. A los 15 años entré en mi primera comunidad juvenil, luego a la comunidad universitaria y he cumplido 39 años en mi comunidad de profesionales. Siempre tuve al mismo asesor, un sacerdote español, valenciano, que llegó a principio de los años 60. Con mano sabia nos fue formando, haciéndonos conscientes de la realidad para ser agentes transformadores de la sociedad y con una fe inquebrantable en Jesús de Nazaret.
Poco a poco percibí que mi experiencia de Iglesia no era la real. Fui notando cambios sutiles al principio y luego brutales. La Iglesia defensora de los derechos humanos, la de la opción por los pobres, la de los rostros sufrientes, la Iglesia de las comunidades había dado paso a una Iglesia sacramental, con funcionarios de 9:00 a 17:00 horas, en la que el párroco era el señor feudal y el laicado había sido relegado a pequeñas e insignificantes tareas.
Poco a poco percibí que mi experiencia de Iglesia no era la real
Cada cierto tiempo se escuchaba que un sacerdote había sido trasladado de una parroquia a otra, de una diócesis a otra, de un país a otro, rumores oscuros se tejían, pero la Iglesia jerárquica no dio explicaciones excepto en aquellos casos en los que se involucraba el laicado. Un día, James Hamilton, Juan Carlos Cruz y José Andrés Murillo denunciaron por abuso sexual y abuso de poder a Fernando Karadima, párroco del Bosque. Inicialmente, pocas personas les creyeron y hasta tuvieron que oír duras frases de la jerarquía; sin embargo, nadie podía imaginarse el cambio trascendental que supondrían esas denuncias para la Iglesia chilena, a las cuales les siguieron innumerables acusaciones en diferentes diócesis de Chile.
En la diócesis de Osorno, nombraron obispo a Juan Barros Madrid, lo que supuso la inmediata división de la diócesis en dos grupos: uno, partidario del nuevo obispo y otro, llamado “los laicos de Osorno”, iniciaron una gran cruzada en su contra por pertenecer al círculo más cercano a Fernando Karadima. Esta protesta llegó hasta el Papa quien, en su visita a Chile, declaró que se trataba de una calumnia contra el recién ordenado obispo.
Según el mapa de abusos en Chile, los acusados por abusos o encubrimiento son 4 cardenales, 27 obispos, 48 autoridades (canciller, monseñor, director de colegio, director de hogar, director de seminario, vicarios, superiores, responsables diversos, entre otros), 3 capellanes, 186 sacerdotes, párrocos, diocesanos, 15 diáconos, 68 hermanos, hermanas, consagrados y consagradas, 20 laicos, profesores, catequistas, ministro extraordinario, 360 personas involucradas. Y es sólo el comienzo: durante el pasado mes de mayo, otros dos sacerdotes fueron acusados.
En Chile, más de 300 personas están involucradas en abusos o encubrimiento
Estos acontecimientos resultaron tan escandalosos que el papa citó a todos los obispos de Chile a Roma y, en un hecho sin precedentes, los 34 obispos renunciaron.
Lo que más me duele de la Iglesia es ver cómo la jerarquía va perdiendo su sentido, ha creado una Iglesia que infantiliza sistemáticamente al laicado en el nombre de Dios. Esta Iglesia nos ha relegado a ser el público que aplaude, pero no participa de ninguna decisión, somos un cero a la izquierda.
La Comisión Cambio de Estructuras de la Red Nacional de Laicas y Laicos (RNLL) a la cual pertenezco, está revisando las prácticas a través de las cuales la Iglesia ha creado una estructura, petrificada en el Código de Derecho Canónico, que ha devenido en una cultura de abusos de poder, de conciencia y sexual, acrecentados en la actual década, agravados por el encubrimiento con el que se pretenden evadir las responsabilidades jurídicas y la reparación a las víctimas.
En una entrevista, un periodista me preguntó cómo podía seguir creyendo y participando. Es gracias a mi comunidad, en la que he podido desarrollar mi sentido crítico y vivir mi fe en libertad lejos de los señores feudales. Somos muchas personas adultas en la fe que nos hemos formado y estudiado, no estamos improvisando. Somos teólogos y teólogas, profesoras y profesores de religión, sociólogos y sociólogas… que podemos aportar en la construcción de una nueva Iglesia para estos nuevos tiempos.
“En mi comunidad vivo mi fe lejos de los señores feudales”
No hemos perdido la capacidad de soñar con una Iglesia de comunidades, despojada de poder humano, humilde, sencilla, acogedora, donde todas las personas somos iguales, sin jerarquías destructivas ni dominantes, sin señores feudales, la Iglesia cuyo centro sea Jesús de Nazaret.
Durante los últimos años, laicas y laicos de todo Chile nos hemos reunido para buscar caminos en común, con la conciencia de ser adultos en la fe. Queremos romper con el verticalismo y nos planteamos una lucha sin cuartel contra el clericalismo.
Hemos realizado tres asambleas sinodales que claman por la renovación de la Iglesia como institución y la vuelta a su fundador, “el Mesías, el Señor”. La forma natural de organización que hemos creado es la red: salir de nuestras parroquias, colegios y movimientos para ser la voz profética que hoy grita en el desierto, pero que sigue siendo un susurro con esperanza.
Una nueva iglesia es posible. No queremos ser como la mayoría de los católicos que no se sienten acogidos y se van. Sabemos que partes importantes de la Iglesia buscan la seguridad de la uniformidad y la ortodoxia aprendida; para muchos cristianos y cristianas el templo perdió su sentido, la vieja teología sirve de fundamento para todo tipo de abusos.
Dios es justicia, es solidaridad, es consciencia y es esperanza. Dios escucha, se encarna, se hace visible hoy, especialmente, en las víctimas de abusos. Creo en una Iglesia que las acoge, las conforta, reconoce el daño hecho y lo repara en la medida de lo posible.
Esa es la Iglesia que amo, la que busco, la que quiero construir.





