Cuando pensamos en la realidad de las mujeres en todo el mundo, es prácticamente imposible describirla sin hacer referencia a la violencia. La desigualdad es uno de los rostros más dolorosos de una injusticia poliédrica, tan profunda que solo puede mantenerse mediante la violencia sistemática.
Las grandes activistas que luchan por los derechos humanos –incluidos los suyos y los de sus compañeras– sufren amenazas de muerte, pasan por la cárcel o tienen que exiliarse. Miramos a mujeres como Malalai Joya, activista de los derechos de humanos en Afganistán, que en 2003 desenmascaró a los señores de la guerra y desde entonces vive en la clandestinidad, pero no abandona su lucha. Conocemos a personas como Jenni Williams y Magodonga Mahlangu, cuyo movimiento defiende a las mujeres de la dictadura de Mugabe en Zimbabwe. Aprendemos de Eufrosina Cruz, que logró retar a las costumbres milenarias de su comunidad indígena de México, donde las mujeres no votan ni pueden ser elegidas para ningún cargo. O compartimos la lucha de la abogada dalit Manjula Pradeep contra el sistema de castas en la India y sus terribles consecuencias: violaciones, feticidios, matrimonios forzados, violencia…
¿Por qué todas estas mujeres tienen que ser heroínas, solo por reclamar la dignidad humana básica? Probablemente porque una violencia tan brutal y extendida no es fruto de la casualidad. Son fruto de sociedades patriarcales, un sistema que funciona solo gracias al trabajo no remunerado y la sumisión absoluta de la mitad de la población del planeta. Negar el acceso a la educación, al voto, a tomar sus propias decisiones, es la forma de mantener a millones de personas en la subordinación.
En nuestro país, a pesar de los sucesivos avances históricos en la igualdad, nos encontramos muy lejos de ser una sociedad libre de violencia hacia las mujeres. Las cifras del maltrato y la violencia permanecen en niveles impropios de un país democrático y el sistema no es capaz de ofrecer una prevención integral y real para evitar miles de agresiones y decenas de muertes. Casi todo el esfuerzo por acabar con la violencia recae sobre las propias víctimas. Por eso, en los últimos años y sin apenas ayuda institucional han sido las mismas mujeres quienes han formado su red de apoyo y prevención en nuestro país.
Pero en todos los casos, en nuestro “patio” de vecindad y en el mundo, lo que falta es un enorme esfuerzo educativo que ayude a entender que todos los seres humanos nacemos y debemos vivir iguales en derechos. Porque solo el equilibrio permite sociedades sanas que se desarrollen bien. Y el equilibrio no puede construirse golpe a golpe.
Igualdad que vence a la violencia
Totalmente de acuerdo con este artículo. Deseo y pido a Dios que cada vez seamos más las personas (hombres y mujeres) comprometidas por ir erradicando las desigualdades entre hombres y mujeres en todo el mundo y luchando por los derechos humanos allí donde sean vulnerados.