“Es nuestra capilla, no vamos a quitar la imagen del Cristo”, apunta uno de los integrantes de la comunidad, “pero para que se sientan más cómodos la tapamos con la pantalla del proyector”. El día en que nos invitan, en esa pantalla delante del Cristo, está proyectada la fotografía de un árbol enorme. “Es un baobab, que les recuerda a África”, pero parece además, un lugar bajo el que cobijarse, la trascendencia, la imagen de Dios hecho árbol. Una vez al mes la capilla de Comunidad Adsis de Peñagrande (Madrid) se transforma en un oratorio interreligioso en el que cristianos y musulmanes comparten el encuentro con Dios.
Su oración es tan sólo una parte de la actividad de la Plataforma Baroké, que quiere decir ‘encuentro’. A través de esta iniciativa, la comunidad abre sus puertas a jóvenes inmigrantes de origen subsahariano. En la casa de Adsis los chicos africanos reciben clases gratuitas de español pero, ante todo, encuentran un sitio donde relacionarse, donde sentirse acogidos.
“Apenas vienen chicas”, son mayoritariamente, hombres entre veinte y treinta años, que llegan a Madrid con historias muy distintas a las espaldas. Historias de pateras y desiertos, historias de vallas y de hambre, anhelos por conseguir una vida mejor. Llegan abiertos a una experiencia nueva, pero también estos jóvenes, en su mayoría musulmanes, llegan a nuestro país “con una vivencia muy intensa de la fe”, nos cuenta uno de los hermanos de Adsis.
Los voluntarios y voluntarias que trabajan en el proyecto, a menudo “quedan realmente prendados de la sencillez, la alegría y la experiencia de Dios” que transmiten los jóvenes africanos. En ese compartir cotidiano, que va más allá de las clases de idioma, ha habido incluso personas que “llegan como voluntarios al proyecto afirmando ser no creyentes y, con el tiempo, empiezan a hacerse preguntas y empiezan a preguntar a los jóvenes africanos, que dan testimonio y hablan de Dios con gran naturalidad y sencillez”.
Compartir la espiritualidad
A partir de esa experiencia, la comunidad de Adsis se planteó “la necesidad de compartir un espacio de oración entre cristianos y musulmanes, abierto incluso a los voluntarios no creyentes que quisieran participar”. Desde entonces, una vez al mes rezan juntos y, cuando uno lo ve desde fuera, parece lo más normal y lo más fácil del mundo. La oración compartida se desarrolla con total naturalidad.
Ambientan la capilla y la decoran con telas de colores, cojines en el suelo y la reproducción, a pequeña escala, de un cayuco de madera, “ése se queda siempre en el oratorio, para recordarnos cada día de dónde vienen las personas con las que trabajamos”, recalca un miembro de la comunidad.
Al acabar las clases de español, el equipo que prepara la oración –integrado por tres jóvenes católicos y tres musulmanes– invita a los voluntarios y a los jóvenes africanos a entrar al oratorio. Unos y otros dejan los zapatos en la puerta, se van acomodando y llenan la estancia, recibidos por una canción pop. A ésta le seguirán cantos de Taizé, textos de la filosofía oriental, fragmentos del Evangelio, oraciones islámicas, letanías y extractos del Corán. Todo en una mezcla de lenguas que se suceden o se solapan. Inglés, árabe, francés, castellano, suahili… Se alternan los idiomas para hacer las peticiones, para contar historias personales, para pedirle fuerzas a Dios o para darle gracias.
Parece increíble que algunos de ellos todavía sientan la necesidad de agradecerle a Dios después del duro periplo migratorio que han pasado y de las dificultades por las que atraviesan en Madrid, en medio de una vida de lucha y sufrimiento. Pero lo hacen, con sinceridad y desde una espiritualidad profunda, con una experiencia de fe que sorprende cuando se ve en un chico de apenas 20 años. Algo que es difícil de sospechar cuando uno se encuentra con ellos en el metro o en la calle vendiendo CDs. Es difícil de percibir fuera del oratorio, porque los prejuicios nos tapan los ojos. “Tenemos mucho que aprender de ellos”, comenta una de las voluntarias.
Caminar juntos
Música, palabras, un gesto espontáneo, alguna petición, una pregunta a la que responder desde la fe y un abrazo de despedida. Ésa es la sencilla estructura de la oración interreligiosa que un sábado al mes se celebra en torno a un tema de referencia: la paz, el amor, la acción de gracias… Anhelos e ideas en torno a las cuales cualquier persona, de cualquier religión, podría sentirse identificada.
Visto así, parece fácil, pero en realidad no lo es “porque algunos chicos musulmanes no están de acuerdo con rezar juntos” y también “porque la gran parte de los voluntarios no son creyentes”. Pero tanto entre los africanos como entre los españoles, hay un grupo cada vez mayor que apuestan por la iniciativa.
Ha habido que superar obstáculos, aprender poco a poco. Cosas tan sencillas como que no se deben escribir los fragmentos del Corán en papeles fotocopiados –algo a lo que los cristianos estamos tan acostumbrados a hacer con el Evangelio–, son pequeños detalles que sólo se descubren con la experiencia, el diálogo y el compartir cotidiano.
Así, desde hace unos meses, han iniciado un camino compartido en el que los jóvenes subsaharianos encuentran un espacio donde ser ellos mismos y, desde lo cotidiano “evangelizan a los jóvenes madrileños”. Juntos experimentan “un proceso de crecimiento humano, de conocimiento personal, que posibilita la apertura a la trascendencia”. Juntos se encuentran con Dios.
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