El segundo Domingo de Pascua participamos en la eucaristía de la catedral luterana de Skära (Suecia). La solemne procesión inicial con jóvenes de la ciudad iba abierta por una chica de rubios cabellos rizados que llevaba la cruz procesional, acompañada por otras dos jóvenes con los ciriales, largo cortejo de chicos y chicas, presbíteros, diácono… No parecía ser diferente de una misa en una iglesia o catedral católica; salvo que el diácono era… una diaconisa y el presbítero que presidía la celebración era… una presbítera; al obispo no le tocaba presidir la celebración ese domingo y estaba en los bancos, con el pueblo.
El templo estaba lleno de hombres y mujeres adultos, niños, niñas y jóvenes. En el altar para la eucaristía, el cáliz cubierto con el paño y la carpeta con el corporal al estilo de la liturgia católica de antaño; al lado, el cirio pascual cristiano y una menorah judía; en la mesita, las vinajeras y el pan para la eucaristía… El magnífico coro de jóvenes y el soberbio órgano acompañaron la celebración. El pueblo cantaba con su cantoral cantos en sueco y latín (Gloria, Aleluya…).
Un hombre y una mujer hicieron las dos primeras lecturas de la liturgia de la Palabra; el evangelio, el mismo de la liturgia católica de ese domingo (Juan 20, 19-31), es proclamado por la diaconisa. En la liturgia eucarística, la plegaria y la consagración del pan y el vino, a pesar de ser en sueco, parecen muy semejantes a la de cualquier misa católica: el pueblo comulga con gran unción religiosa bajo las dos especies. Todo muy semejante a una de nuestras misas salvo que, al final, no se hace la reserva en el sagrario y se consumen el pan y vino consagrado (cosa tampoco muy rara en algunas comunidades católicas). En el templo, incluso podían verse imágenes de “Regina Maria”, pero también había en una nave lateral el café con leche, con galletas y juegos para los peques, que suele haber en estas iglesias, para el compartir al final de la eucaristía y para acoger a la gente.
La Iglesia luterana de Suecia es la religión mayoritaria del país (68%) desde finales de siglo XVI. La católica es minoritaria y solo tiene comunidades en las grandes ciudades (Estocolmo, Gotteborg, Upsala…). Las pequeñas comunidades parroquiales son atendidas muy activamente por hombres y mujeres que hacen de presbíteros y diáconos, la mayoría con dedicación exclusiva a la iglesia y la comunidad, que cubre sus gastos personales y familiares. Su función es formativa, celebrativa y social.
A mi mujer y a mí nos acogieron magníficamente un matrimonio de amigos suecos: ella pastora y él pastor. Ninni, ordenada presbítera años antes que él, es la capellana de la Universidad de Skövde y Hans es pastor en unas pequeñas parroquias rurales; ambos son personas de fe profunda, entregados activamente a su ministerio. Ninny y Hans saben bien que la mayor parte de la sociedad sueca, profundamente secularizada, no es practicante religiosa, pero sus comunidades están muy vivas y activas, viviendo la religión en libertad, con todas sus limitaciones y contradicciones. También es necesario decir que, a pesar de la paridad varones/mujeres en la misma autoridad eclesiástica, incluso con mujeres obispas, el patriarcalismo es una amenaza siempre presente, tanto en el seno de la liberal sociedad sueca como en la misma Iglesia.
En Suecia vivimos una semana de verdadero y natural ecumenismo con nuestros amigos suecos y sus amigos, en su casa, en la Universidad y en las pequeñas iglesias que regentan, con encuentros y celebraciones. Nadie necesitó polemizar con nadie, respecto de nuestras presuntas o reales diferencias. En ese contexto, in situ, ¿acaso podríamos decir que aquella no era “verdaderamente Iglesia”, en sentido pleno; que no era una “auténtica Iglesia” cristiana, “con todas las notas de identidad eclesial”, como afirmó de las confesiones no católicas en el comienzo del milenio Joseph Ratzinger (entonces prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe), en el polémico documento Dominus Iesus? Tristemente, era éste un texto que parecía ir en la dirección contraria del rumbo ecuménico de la Iglesia, marcado por el Vaticano II, que abría un camino claro e ilusionante para el diálogo interreligioso; el cardenal prefecto llegaba a hablar en el documento de la “falsa tolerancia religiosa” y de que “la Iglesia de Cristo subsiste únicamente en la Iglesia Católica”, por lo que solo ella puede ofrecer la vía de salvación “única, completa y universal” (nº 16); las diversas Iglesias y confesiones protestantes “no pueden ser consideradas verdaderas iglesias” (nº 17). Con razón, el texto fue duramente criticado dentro y fuera de la Iglesia católica; particularmente, mostró su malestar el Consejo Ecuménico de las Iglesias con estas sabias palabras: “Qué tragedia si el testimonio del cristianismo frente a un mundo torturado quedase oscurecido por las proclamas de las distintas iglesias sobre su autoridad y estatus, por importantes que sean”.
Conviviendo con aquellos hermanos y hermanas cristianos, uno no podía menos que preguntarse: ¿dónde está el presunto conflicto e incompatibilidad entre las Iglesias, entre las distintas confesiones cristianas? ¿Cómo es posible que los cristianos y cristianas hayamos llegado a enfrentarnos violentamente, de palabra y de obra e, incluso, hayamos llegado a matarnos en guerras sin fin solo por ser cristianos diferentes, acusándonos o de “pérfidos herejes” pervertidos o de “papistas hijos de la Gran Ramera”? ¿Acaso no es evidente que todos y todas formamos parte de la única Iglesia, con algunas diferencias teológicas –que son cada vez menores desde los acuerdos ecuménicos del siglo XX– y nuestras peculiaridades litúrgicas u organizativas –muy diferentes entre las distintas confesiones cristianas no católicas–, diferencias que, lejos de separarnos necesariamente, nos enriquecen mutuamente? Evidentemente, el conflicto es entre poderes, entre los gallos del corral… El conflicto no es entre cristianos y cristianas de base, sino entre autoridades que se disputan parcelas de poder. Y el conflicto nace también del desconocimiento, del no compartir con las demás personas, las que salen de nuestro estrecho círculo confesional. Un conflicto que se supera compartiendo el pan y la palabra.