Despedida por enfermar

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Jesse Orrico / Unsplash

En mi artículo anterior acaba lanzando dos retos para quienes nos sentimos llamados a aportar en la sociedad y en la Iglesia desde claves humanizadoras:

Colaborar al cambio de las instituciones desde sindicatos, partidos y movimientos sociales, recuperando la fraternidad desde el servicio a las personas empobrecidas y colaborar a construir y dar visibilidad a experiencias alternativas en la forma de vivir, personal y socialmente.

Releyendo el mensaje que el Papa Francisco lanzó a los sindicatos me quería hacer eco de las tres ideas principales que quiso compartir:

“La primera tentación que hay que evitar, es la del individualismo colectivista, es decir, proteger sólo los intereses de sus representados, ignorando al resto de los pobres, marginados y excluidos del sistema” (…) “Mi segundo pedido es que se cuiden del cáncer social de la corrupción. Así como, en ocasiones, la política es responsable de su propio descrédito por la corrupción, lo mismo ocurre con los sindicatos”. (…) “No dejen que los intereses espurios arruinen su misión, tan necesaria en los tiempos en que vivimos. Sean factores de solidaridad y esperanza para todos”. “El tercer pedido es que no se olviden de su rol de educar conciencias en solidaridad, respeto y cuidado”.

Son claves estos puntos  para cualquier sindicalista, o no, que además están en total sintonía con el primero de los retos que encabezan estas letras.

Pero creo que hay un problema cultural reseñable que puede explicar esa desafección de parte del denominado precariado hacia los sindicatos. Las personas empobrecidas, en riesgo de exclusión, con dificultades reales de subsistir y de tener un vida medianamente digna, es difícil que tengan planteamientos que vayan más allá de su día a día y menos aún de formar parte de un sindicato. Por eso la labor de acompañar a estas personas es tan necesaria y también educar conciencias en solidaridad, respeto y cuidado. Acompañar estas vidas, ayudarles a poner nombre a las causas de su situación, que pasen de una visión cortoplacista a una visión de sentido. Todas son tareas necesarias para que puedan entender la labor de los sindicatos. Pero al mismo tiempo tiempo los sindicatos deben flexibilizar sus estructuras y sus estrategias, para ponerse al servicio de los trabajadores y trabajadoras que viven esta situación de necesidad real, en gran medida provocada por contratos temporales o salarios irrisorios que no pueden dar soporte a ninguna seguridad vital.

Y acabando, que es gerundio, una vuelta de tuerca más a la precarización de tantos trabajadores la ha puesto estos días el tribunal constitucional con la sentencia que avala el artículo 52D del Estatuto de los trabajadores, que permite el despido a las personas que se encuentran con bajas médicas justificadas. Esta sentencia, que no es más que la interpretación legal de ese cambio que provocó la reforma laboral de 2012, provoca que se consagre la preeminencia de la productividad y de los beneficios empresariales frente a los derechos de los trabajadores. Los derechos que emanan de un trabajo a la altura del ser humano no pueden estar subordinados a las exigencias económicas. Es la economía la que debe orientarse a las necesidades de las personas y de sus familias; es el ser humano el centro de la actividad económica y laboral. Por eso, esta sentencia avala el atropello hacia la clase trabajadora y rompe el débil equilibrio conquistado históricamente entre capital-trabajo, alejándose del principio siempre defendido por la Iglesia de la prioridad del trabajo frente al capital.

Un atropello que además se ceba, por las actuales condiciones laborales que tienen, principalmente en los jóvenes y las mujeres, mayoritariamente precarias, y se convierte en un motivo más para revitalizar la exigencia de un trabajo decente. Alcemos la voz y sigamos educando en solidaridad, respeto y cuidado, frente a quienes ponen los beneficios por encima de las personas

Manolo Copé escribe su Evangelio de un Sindicalista, comentando su experiencia en CCOO
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