Homilías para la gente

Hace poco he recuperado a un amigo de muchos años, una persona creyente y militante, que sigue aún en una y otra brecha. Hablando de la experiencia poco alentadora en su parroquia me comentaba: “A mí ningún cura me echa de la Iglesia”, pero añadía: “Nunca encuentro una homilía que me diga algo, alguna que me sirva para algo”.

Esto me ha llevado a retomar un tema –el de la homilías- que ya traté hace años pero que ahora se enriquece por mi experiencia de “cura vago”, es decir, de destinatario de las homilías de los demás.

Tengo que aclarar que procuro asistir a celebraciones en las que preveo que no voy a salir enfadado, lo que, tal como están las cosas, ya requiere una labor de selección a veces difícil. Y, por supuesto, procuro no asistir a las presididas por el arzobispo de Madrid. Ya me tocó una en la que predicó veinticinco minutos y me contaron de una confirmación en el Colegio del Pilar en que llegó a los cuarenta y cinco.

No, me quiero referir a celebraciones presididas por curas sensatos, normales, lo que, paradójicamente, no suele ser lo normal.

Mi crítica no es ahora –de eso ya hablé entonces– que los celebrantes expongan sus ideas en pequeñas ponencias, que acudan a conceptos incomprensibles para el pueblo (“ese racionalista que llevamos dentro”, decía uno) o que impongan deberes que ellos no cumplan (“hemos de ser audaces”, clamaba otro que nunca lo había sido).

Mi queja actual es que los celebrantes suelen hablar delante de la gente pero no para la gente. Mi convicción es que el cura pronuncia la homilía no porque sea más erudito que sus auditores o se exprese mejor que ellos. Debiendo ser la homilía una lectura creyente para la comunidad, es él, como su coordinador, quien puede conocer mejor la situación, la fe, los logros y las debilidades de esa comunidad; porque la homilía no es ante ella, sino para ella.

Carlos F. Barberá habla de las homilías
Foto: Michael Swan en Flickr

Pondré dos ejemplos aclaratorios. El año pasado asistí a una eucaristía en la fiesta de la Inmaculada Concepción. Tenía curiosidad por ver cómo explicaba y aplicaba el celebrante eso de que la Virgen fue concebida sin mancha de pecado original. Lo hizo exponiendo que María era, en realidad, el arca de la Alianza. Como adicto que soy a las reclamaciones, fui a protestar por lo que me pareció una estafa. El cura me explicó que se trataba de una homilía de Ratzinger. Es decir, que para él una homilía podía ser passe partout, igualmente válida para el Vaticano ante un auditorio de profesores que para los asistentes a una parroquia de barrio de Madrid.

En el segundo caso el evangelio de la misa había traído el envío de los setenta y dos. La homilía explicó que el mandato de evangelizar no correspondía sólo a los obispos o a los sacerdotes sino a todos los bautizados. Una explicación correcta pero que en nada ayudaba a los asistentes, gente de barrio, tradicional, cuyos hijos o nietos sin duda habían abandonado la fe, una circunstancia que lamentaban pero ante la que se sentían impotentes. La homilía –vuelvo a mi tesis–, sin duda correcta, estaba expuesta ante la gente pero no para ella.

Antes he dicho que soy adicto a las reclamaciones. Cuando voy a una exposición suelo escribir una carta de protesta porque los letreros se ponen al nivel de los enanos (muy respetables, pero una minoría) y en contra de mi lumbago. O porque las letras son minúsculas y en blanco sobre crema, fatales para mi mala vista. Este verano protesté porque en un pueblo de Zaragoza en que hice noche el letrero de la puerta de la parroquia (cerrada, claro está, a pesar o quizá a causa de un precioso tríptico gótico) tenía como rótulo: “Horario de invierno” (¡el día 7 de agosto!).

Ya puede entenderse que, sin duda, protesto cuando veo que la homilía ha sido pronunciada ante nosotros, los asistentes, pero no para nosotros. ¿Y si todos hiciéramos lo mismo?

Carlos F. Barberá
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