Todo surgió uno de esos días en los que me vi en la necesidad de comprar unos altavoces. Sin darle más vueltas al tema, pensé ir a una tienda a informarme conforme al presupuesto que tenía y para qué los necesitaba o bien mirar por internet para ver cómo estaban la oferta y la demanda: comparar modelos, precios y finalmente adquirirlos. Ese es el proceso que pensaba seguir hasta que un amigo nombró un par de palabras que fueron el detonante que provocó en mí algún que otro quebradero de cabeza, la revisión de cuestiones éticas y morales y pedir consejo al Altísimo para que me orientara divinamente ante tamaña decisión, pues lo que había en juego tenía más importancia de lo que parecía a primera vista.
De sobra es conocida la expresión «tener los días contados». Generalmente se aplica a las personas que están bastante graves y les queda poco tiempo de vida. La cuestión es que la tecnología también tiene su reloj biológico o, mejor dicho, tecnológico. El mal que la acecha se llama «obsolescencia programada o planificada». Dicho de otra manera es el tiempo de vida útil de un producto, que tras una programación calculada y planificada por el fabricante, queda inservible. Por más que queramos arreglarlo, económicamente no merecerá la pena, pues la mano de obra y la reparación valdrán más dinero que comprar uno nuevo. No es una frase hecha, es cierto.
Bernarl London, allá por 1932, tuvo la dañina idea para terminar con la Gran Depresión y, de paso, enriquecerse aprovechando el momento socio-económico de desconcierto. Lo que no suponía era el gran monstruo que había creado y que a fecha de hoy sigue devastando el planeta.
Como el objetivo de tan maquiavélico invento no es otro que el lucro económico, no se tienen en cuenta los daños ocasionados para tal fin, como la cantidad de residuos generados. Muchos productos están hechos de plástico y sus derivados. Estos materiales tardan entre 100 y 1000 años en degradarse. Aquellos que no se descomponen permanecen en el aire, contaminándolo y conviertiéndose en perjudiciales para la salud. Ante esta situación, el Norte, que para eso es más rico, envía toneladas de desechos al Sur para convertir los países subdesarrollados en vertederos de este tipo de productos.
La obsolescencia también se puede aplicar a cualquier bien que utilizamos diariamente como la ropa, menaje, utensilios varios… que desechamos porque se «han pasado de moda». También a los fármacos les acortan el «tiempo de vida» por el uso de alguno de sus componentes químicos, que adelantan su fecha de caducidad.
De niño me dijeron que Dios es eterno, a decir verdad lo creía y no daba más vueltas al asunto. Ya de adulto uno se replantea estas cuestiones, sobre todo si no quiere mantenerse infantil en cuestiones de fe y obras. A fecha de hoy creo que esto de la obsolescencia programada es un mal que daña la obra creadora y eterna de Dios. Sin ponerle el apelativo de demoniaco, sí creo que hay mucho de malévolo en quien lo lleva a cabo, siendo consciente de las consecuencias perjudiciales que ocasiona. ¿Tendremos que cambiar los nombres de algunos servidores del mal por los de ciertos sectores de la industria -más concretamente de la tecnología digital- o algunos fabricantes del mercado asiático, entre otros, por el daño causado a la humanidad, bajo aparente forma de progreso y bienestar? Aunque, también tendremos que revisar el tipo de consumo que hacemos cada uno e instar a los gobiernos a que no lo permitan.
Yo solo iba a comprar un par de altavoces y me encontré con todo esto. ¡Uf! Y ahora, ¿qué hago? Confío en que el fabricante tenga un poco de corazón y ame al ser humano. Llegados a este punto, solo me queda esperar y cuidarlos mucho para que duren bastantes años.
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