Puede parecer frívolo hablar en estos términos de la situación que está viviendo hoy un país normalmente muy alejado de las portadas y el interés de casi nadie: Haití. Un país con una historia importante para el mundo -la república de los esclavos liberados- que ha vivido en sus doscientos años de vida una espiral de deterioro que la ha traído al momento actual.
Antes del terremoto que se ha llevado por delante a mil veces más personas que los atentados del 11-M en Madrid (lo señalo para que tengamos una referencia cercana de la magnitud de la tragedia). Pues bien, Haití es el lugar en que se cruzan la mayoría de los fenómenos que tratamos de cambiar en la escala local con el activismo global de este siglo XXI. Se trata de un país que ha sufrido décadas de violencia política, desgobierno y dictadura. En una sociedad sin acceso a los servicios básicos más esenciales en términos de salud, educación o acceso al agua.
Se trata de un lugar también en que la deforestación ha convertido su paisaje en una especie de estepa, eso sí, en mitad del trópico. La destrucción ambiental provocada por la deforestación ha hecho a Haití mucho más vulnerable a los efectos del cambio climático. Si por su lugar en el globo el país caribeño ya recibía lluvias abundantes, los efectos del cambio climático haciendo más frecuentes e intensos huracanes y tormentas tropicales también afectan a esta mitad de la isla de la española.
Pues bien, en este paraje de deforestación, sin servicios básicos, que recibía con frecuencia el azote de fenómenos climáticos graves, llegó el terremoto para convertirse en lo que Naciones Unidas ha descrito como la mayor catástrofe que se ha afrontado en décadas.
Haití había pasado por una reunión de donantes en abril de 2009, había recibido la condonación del 60% de su deuda y compromisos de los donantes de sólo un 20% del dinero necesario. La relación con la vecina República Dominicana no era buena –no olvidemos que RD se independizó de Haití y era la mitad pobre de la isla en su origen- y el rechazo a los migrantes haitianos era algo muy tangible en su país vecino.
Esta tormenta perfecta sin embargo nos ofrece oportunidades, y la necesidad de empezar de nuevo en muchos aspectos. La solidaridad de la gente es el impulso y la presión que tienen ahora todos los Gobiernos. Los países más ricos han respondido con recursos, aunque la señal más importante ha sido la emitida por las personas, y la vecina República Dominicana ha volcado sus esfuerzos.
A pesar del desconcierto de los primeros días, y los enormes riesgos que se ciernen sobre la población, es momento de hablar de la construcción de un nuevo Haití atacando los males que ya antes aquejaban al país. Hay muchas lecciones aprendidas de anteriores tragedias -el huracán Mitch en Centroamérica o el tsunami en el Sudeste Asiático.
La mayor coordinación, olvidar las vanidades nacionales y apoyar conjuntamente un plan a medio plazo son las respuestas, recuperar la agricultura y el medio rural, dotar de servicios y seguridad en la ciudad y recibir un trato privilegiado de la comunidad internacional -condonación de la deuda, reglas comerciales ad hoc– están en el menú… Pero sobre todo dotar a los haitianos de la confianza y las capacidades para retomar las riendas de un país que estaba ya a la deriva. La tormenta perfecta es una gran oportunidad y la energía y entereza de los haitianos mostrada ante semejante tragedia no puede desaprovecharse.
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