Queremos ofrecer una visión personal, a partir de la experiencia vivida en la clandestinidad durante años.
En realidad, en China solamente hay una Iglesia católica. Eso ha sido afirmado repetidamente durante los últimos años, y no debería ser necesario insistir sobre lo mismo, ya que la Iglesia de Cristo, como confesamos en el Credo, es «una, santa, católica y apostólica», esté donde esté.
Pero, mirando al caso concreto de China, dicha afirmación significa que existe una unidad en la Iglesia más allá de la separación artificial de «oficial» y «clandestina».
Echando la vista atrás, podemos afirmar que antes del establecimiento del gobierno comunista no hubo nunca tal distinción dentro de la Iglesia católica en China.
La diferenciación apareció en torno a los años 50 del siglo XX, poco después de la «liberación» del país por parte del Partido Comunista Chino, que intentó fundar una institución paralela, llamada «Asociación Patriótica de la Iglesia Católica de China», con la que el nuevo gobierno, inestable aún, pudiera vigilar, controlar e intervenir en las religiones. Para ello, en concreto, obligó (bajo amenaza de encarcelación) a los fieles católicos, clérigos o laicos, a formar parte de la asociación. Pero el gobierno comunista, muchos de cuyos líderes de la época tenía un nivel muy bajo de educación, ignoraba la historia de la Iglesia católica, que había nacido bajo la persecución oficial para dar testimonio del Resucitado.
El cristianismo, desde sus orígenes, no ha podido ser doblegado por la violencia.
Quien contempla hoy la Iglesia china difícilmente se imagina la situación de hace casi 60 años, cuando después de la fundación de la Asociación Patriótica, prácticamente todos los misioneros extranjeros fueron expulsados, la mayoría del clero nativo fue enviado a la prisión o a los campos de trabajo forzado, y a muchos católicos laicos con capacidad para liderar lo comunidad eclesial les correspondió la misma suerte.
Se prohibió cualquier encuentro religioso no monitorizado por el gobierno, de modo que la Iglesia, organizada sobre todo en zonas donde llegaba menos control político, tuvo que pasar a la clandestinidad, reuniéndose en pequeños grupos en los hogares para la oración comunitaria de cada día, una práctica religiosa surgida por la escasez de ministros sacerdotales.
Así se pudo mantener una cierta fe en medio del pueblo de Dios peregrino en la tierra de China.
Por otro lado, hubo quienes no soportaron el padecimiento y cedieron a la imposición gubernamental, convirtiéndose en miembros de la Asociación Patriótica. A muchos clérigos éstos les impusieron el casamiento, como una señal de fidelidad al gobierno chino y de ruptura con la Santa Sede. Hay que comprender que las razones de su desistimiento fueron de muy diversa índole: unos por falta de voluntad; otros por miedo al sufrimiento; otros por la desesperación del futuro de la Iglesia; otros pocos por continuar de alguna manera la evangelización en China.
De todos modos, a ojos de algunos católicos fieles a la Roma, hubo eclesiásticos que «se doblegaron ante el poder anticristiano». Los que se sometieron constituían la única Iglesia «visible» (posteriormente llamada «oficial» al estar reconocida por el gobierno chino) durante esos años hasta finales de los setenta del siglo XX, cuando se empezaron a dejar, poco a poco, en libertad a los sacerdotes que habían pasado hasta 25 años de cárcel.
Estos católicos librados de su cautiverio, debido al cerrado ambiente de la cárcel y de los campos de trabajo forzado, se encontraron como desconectados de la realidad social de China, que había experimentado fuertes cambios a partir de la apertura y la reforma política de Deng Xiao Ping en 1978. Lógicamente no se fiaban de las autoridades, y rechazaron cualquier propuesta de diálogo con el gobierno comunista en cuestiones de Iglesia.
De igual modo, desconfiaban de los obispos y sacerdotes de la Iglesia reconocida por el gobierno. Para salvaguardar la pureza de la fe prefirieron permanecer en la clandestinidad a salir a la luz, ya que esto último podría suponerles una nueva encarcelación en cualquier momento. Aún así, no siempre fueron capaces de esquivar las detenciones. Todo ello ha marcado a fondo el carácter peculiar de la Iglesia clandestina en China: sin propiedades ni edificios, sin organizaciones ni residencias fijas. Una situación similar a la de la Iglesia primitiva, que era muy doméstica. Sin embargo, como entonces, también en China ha habido muchas conversiones.
La cifra de los católicos ha aumentado increíblemente en los últimos 30 años, debido en gran parte al testimonio de la Iglesia clandestina.
Pero la llamada Iglesia «oficial » (sometida a la Asociación Patriótica) ha experimentado también un cambio enorme. En primer lugar, se iba despertando entre sus fieles la conciencia de la unidad de la Iglesia católica, es decir, más allá de las divisiones causadas por las vicisitudes políticas. Muchos feligreses requerían de sus obispos una comunión visible con el Papa, pues la Iglesia oficial se estaba desprestigiando y perdiendo adeptos por sus repetidas declaraciones en contra de la Santa Sede, ciertamente bajo las amenazas del gobierno. Una solución un tanto superficial en torno a comienzos de los 90 consistió en comenzar a mostrar simbólicamente una vinculación «espiritual» con la Santa Sede colocando, por ejemplo, el retrato del Papa en las paredes de las iglesias y añadiendo en la Misa ciertas peticiones también por el Papa. Por otra parte, o influencia de los eclesiásticos extranjeros que visitaban China a raíz de la mayor apertura política, señalaba la importancia de la comunión con la Santa Sede.
El hecho es que la Iglesia oficial se va consolidando y, en distintas diócesis, está intentando reconciliarse con la iglesia clandestina. Pero si se examina seriamente la situación actual, no es difícil descubrir ciertos problemas latentes. Hay creyentes que siguen albergando sospechas de manipulación de la Iglesia por parte del gobierno comunista para mantenerse erguido frente las críticas internacionales. Por otro lado, da la impresión de que la Santa Sede está cediendo poco a poco ante el gobierno de Pekín, incluso en cuestiones más específicamente eclesiológicas como el nombramiento de Obispos. ¿Merece la pena de verdad sacrificar o rebajar ciertos principios teológicos para lograr una aparente unidad (a lo mejor no deseada por todos), pues persiste la duda de la sinceridad del gobierno chino, tras la consagración de cinco obispos del 6 de enero de 2000 y otras ordenaciones episcopales realizadas sin el consentimiento de la Santa Sede durante los últimos tres años? La reconciliación es buena siempre, pero ¿es ahora el momento oportuno para escenificarla, mientras los últimos hechos nos revelan que los candidatos para el episcopado siempre han sido presentados por la Asociación Patriótica (que pertenece al gobierno chino, no lo olvidemos) y la Iglesia no tiene otro remedio que reconocerlos sin discusión?
Entre los fieles de la Iglesia «clandestina» se encuentra a menudo un sentimiento de fidelidad inquebrantable a la Santa Sede por un lado; y, por otro, una cierta preocupación de que su voz no llegue suficientemente clara o los oídos de los líderes mundiales de esa Iglesia.
(*) Extracto del artículo publicado en la revista INFOR CHINA nº5