Llega el número de verano de Alandar, el que permanecerá en sus hogares hasta que volvamos a encontrarnos en septiembre, y lo hace con cierto vértigo. Cerramos el curso con un mundo todavía en pandemia, con una monstruosa crisis económica que empieza a dar sus primeras dentelladas y con un escenario internacional profundamente inestable. Estados Unidos arde por el asesinato a manos de la policía del ciudadano afroamericano George Floyd, Europa se sume en la irrelevancia en el momento en el que le tocaba haber dado el do de pecho y China se frota las manos ante el inminente cambio de potencias hegemónicas.
Llegamos con el vértigo de no tener muy claro en qué mundo cerramos el curso y, especialmente, de no tener ni idea del mundo que nos encontraremos cuando volvamos a sus hogares en septiembre. Todo va demasiado rápido y se hace difícil lo imprescindible: analizar, no dejarse arrastrar por las pasiones ni por el temor a lo inestable. Con todo, llegamos, fieles a nuestro compromiso, con un nuevo número cargado de esperanza organizada, honestidad y alternativas.
En lo que respecta a nuestra publicación el vértigo es doble. Ya están los motores a toda máquina para dar el salto definitivo al formato digital y, al mismo tiempo, se va a acercando la hora de despedir con cariño el tacto del papel en nuestra tortuga impresa. Vivimos cada número como una profunda alegría, como un privilegio y como un reto. Empezaremos el curso despidiendo y alumbrando. Hay que hacerlo, ambas cosas, a la altura de la historia de la revista. A pesar de la inestabilidad. O precisamente por ella.
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