Es el último mes del año litúrgico. Termina con la solemnidad de Cristo Rey. Parémonos a leer las lecturas de estos domingos de noviembre. La historia empieza con la fiesta de Todos los Santos (1 de noviembre) y termina con Cristo Rey (23 de noviembre), que nos invita a reflexionar sobre la conocida parábola del juicio final. Sí. Aquella en la que el Hijo del Hombre viene en gloria y separa a las ovejas y a los cabritos. A los primeros los pone a la derecha y a los segundos, a la izquierda (no creo que tuviese Jesús segundas intenciones políticas). La cuestión que se juzga no es el número de adoraciones, de rosarios o de misas cantadas, rezadas u oídas. Nada de eso. Lo que se juzga es el amor con que se ha servido a los hermanos y hermanas más pobres y con más desamparo. Eso y sólo eso. Así es como estamos llamados a la santidad.
Por en medio, otros evangelios muy iluminadores. Para abrir boca, el 2 de noviembre, un discurso de Jesús en el que dice a quienes le escuchan que en la cátedra de Moisés se han sentado muchos, que hay que hacer lo que dicen pero no lo que hacen. Y que no hay que llamar Padre a nadie porque solo Dios es nuestro Padre. Luego viene la parábola de las vírgenes sensatas y necias (9 de noviembre) y, luego, la parábola de los talentos (16 de noviembre). Todas historias muy conocidas.
Leo todos estos textos evangélicos en conjunto y lo primero que pienso es: ¡cuánto don desaprovechado! Me explico. Cuando somos jóvenes, tendemos a pensar que la libertad es algo que conseguimos cuando nos liberamos de las normas que nos imponen desde fuera. Cuando ya “podemos hacer lo que nos dé la gana”, entonces –creemos– somos libres. ¡Valiente tontería!
La libertad es un don y una tarea al mismo tiempo. La libertad que se nos regala en Cristo, la libertad de los hijos e hijas de Dios, es un regalo que se nos hace pero que tenemos que aprender a usar y a desarrollar. Hasta llegar a la plenitud. La libertad es compromiso y tarea de hacernos personas en solidaridad. De pasar de ser animalitos –“hago lo que me da la gana”– a ser hermanos, constructores del Reino para todos y todas, servidores de la fraternidad, con atención a las personas más débiles. Cuando nos importan más los derechos ajenos que los propios, entonces es cuando estamos en el buen camino.
Hacer ese camino no es fácil. Implica asumir riesgos, tomar decisiones, equivocarse. Nadie lo hace en nuestro lugar. Solo así vamos desarrollando el talento que se nos ha dado. Quedarnos en una contemplación perfecta de nuestro ombligo, de nuestro yo, es enterrar el talento en la tierra. Y, claro, no produce nada. ¡Qué pena!
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