Me llamo Angel y soy de Málaga. Allá por los años 80, un grupo de malagueños adolescentes fuimos a Europa de convivencia a final de curso, guiados por una monja (la madre fundadora, la llamamos cariñosamente) que era la animadora del grupo. Para los malagueños, ir a Europa supone hacer más de mil kilómetros hasta llegar a la frontera con Francia, y entonces empieza Europa. En aquel entonces no se salía al extranjero tan alegremente como ahora y, por tanto, todos teníamos ese gusanillo en el estómago del qué pasará y qué nos encontraremos, si nos podremos comunicar con la gente de allí y todo eso.
El sitio de la convivencia era Taizé. Ya habían pasado bastantes años desde que la comunidad de Taizé, con el Hno. Roger a la cabeza, había apostado por los jóvenes como futuro de la Iglesia. Y cuando nosotros aparecimos por allí no se veía ni el menor rastro de improvisación, todo estaba perfectamente organizado para que cuatro, cinco o seis mil jóvenes pudieran compartir cada semana sus anhelos, sus sueños, sus inquietudes y su búsqueda, en compañía de la comunidad que mejor sabe hacer grande lo que nos une, que es Jesús. “Jesús, el Cristo, sin haberte visto te amamos, sin conocerte te damos nuestra confianza.” (Hno. Roger)
Hasta entonces nuestra experiencia de oración se había limitado a la escucha de la Palabra y a la Eucaristía. No sabíamos nada de la contemplación y casi nada de oración comunitaria. Y allí, como si nada, se rezaba tres veces al día, tres. Mañana, mediodía y tarde. Después de oír las campanas que anunciaban el comienzo del día con la oración de la mañana, la iglesia de la reconciliación, que así se llama, se iba llenando de jóvenes de todos los países de Europa que con cara de sueño se quitaban los zapatos y se sentaban en el suelo, en una gran moqueta que era el único mobiliario de esta iglesia tan peculiar. Poco a poco iban llegando los hermanos de la comunidad con su hábito blanco y se iban sentando en el centro de la moqueta, hasta que al final entraba el prior, el hermano Roger que se sentaba en el último lugar de la comunidad (debe ser por aquello de que “quien quiera ser el primero que sea vuestro servidor”), y entonces comenzaba la oración. En ese tiempo de espera se podía escuchar una suave música clásica, casi siempre de órgano, que invitaba al silencio. Había algunos jóvenes que ayudaban a la gente a acercarse para hacer sitio a los demás y que invitaban al silencio a los que iban entrando. Cuando ya parecía que estaba llena la iglesia, todavía seguía entrando gente que de alguna manera poco explicable conseguía sentarse igual que los demás. Entonces, cuando ya estaba el prior en su sitio, comenzaba la oración. Con algún canto de alabanza la iglesia al completo daba gloria a Dios.
El que canta ora dos veces
Para los que nos gusta la música, esa primera oración, ese primer canto, produjo una sensación que es difícil explicar. Aquí, por el sur de nuestra España, los cantos de nuestras celebraciones dependen mucho del cura, del organista o del de la guitarra, de modo que en muchas iglesias es mejor no cantar que cantar mal, y para muchos de nosotros este primer encuentro con la música en la oración supuso un verdadero descubrimiento. Yo personalmente tuve los vellos de punta durante toda la oración. No era capaz de asimilar que cinco o seis mil personas pudieran cantar a cuatro voces sin más ni más. Durante toda la oración se percibía un sentido de comunidad, una sensación de unidad, de estar en lo mismo, de alabar al mismo Dios, de ser hijos del mismo Padre que hasta ahora no era capaz de notar. Porque era no una sensación sutil como para intentar descubrirla en ese ambiente, sino todo lo contrario, una sensación de una fuerza tal que no parecía real y resultaba desbordante.
Después de la oración, a desayunar, y empezaban las actividades y las reuniones que antes de darnos cuenta había que detener para volver a la oración del mediodía. Después de rezar, a comer y en un pis-pas, la oración de la tarde que era la mas pausada, al final del día. La facilidad con que se conecta con la oración es sorprendente.
Entre ese sentimiento desbordante de la oración cantada por varios miles de criaturas, que cantan increíblemente bien, se abre otro mundo por descubrir: el silencio. Después de escuchar la Palabra de Dios, un rato de silencio en mitad de esa oración cantada sorprende tanto como lo demás. Tampoco teníamos ninguna práctica en estar en silencio, calladitos, sin hacer nada, contemplando, sintiéndonos en presencia de Dios. Parece que los jóvenes han de estar haciendo cosas. Parece que la meditación, la relajación y el silencio no tienen cabida en el mundo de los jóvenes, que es el mundo del ruido, de la música muy alta, con mucha prisa, sin dejar ningún momento para pensar. Y no es así. Durante las oraciones hay un tiempo de silencio en el que no se oye una mosca. La gente disfruta de ese silencio y esa quietud y no da muestras de estar en absoluto incómoda.
Toda una experiencia
Cuando volvimos a casa de alguna manera quedó roto ese embrujo, y con el verano y las vacaciones la “normalidad” del día a día hizo que la oración volviese a quedar en un rincón, en su rincón habitual. Al comenzar el siguiente curso reapareció el gusanillo de las oraciones comunes y el grupo, que se reunía los sábados en un salón parroquial, mantuvo un interés especial en no dejar apagar esa chispa que habíamos sentido juntos. Con los años, fuimos dejando la juventud y fuimos dejando de vernos. La nueva familia, los niños, los trabajos, vivir en otros barrios, todo eso nos fue alejando poco a poco de forma natural. Sin embargo esa distancia no dejó apagarse la chispa y poco a poco, nos fuimos buscando unos a otros y comenzamos a rezar juntos otra vez. Volvimos a saborear ese trocito de cielo que es rezar juntos y sentirnos hijos del mismo Dios. Cada cual con su don, con su carisma, con su silencio o con su voz, participa cuando le apetece en ese rato especial de cada semana.
Al final de los 90 volvimos a Taizé, ya con nuestra familia a cuestas, y redescubrimos con asombro que lo vivido entonces no era cuestión de edad (juventud divino tesoro), sino que la oración no tenía fronteras de ningún tipo, y mucho menos de edad. Volvimos a recrearnos en la oración común y se refrescó en nosotros el deseo de continuar en casa. De vuelta a casa, y tras el verano (que todo lo seca, que decía mi abuela) empezamos a rezar junto a otro matrimonio con el que habíamos compartido el viaje a Taizé del verano. Quedábamos en casa después de cenar, ya con los niños acostados, y hacíamos un rato de oración con las lecturas del día y poniendo música de Taizé de fondo. Con la irregularidad propia del que tiene niños pequeños, con sus fiebres y demás, y con la poca seriedad de la “canguro” de turno, fuimos iniciando el camino de rezar juntos semanalmente, poco a poco, sin grandes pretensiones. De vez en cuando se agregaba algún miembro del grupo de jóvenes, otras veces un matrimonio, de vez en cuando algún amigo curioso. Y sin darnos cuenta apagamos el CD de Taizé y empezamos a cantar nosotros porque éramos muchos. Y sin darnos cuenta también empezamos a echar en falta el sentido de Iglesia y buscamos una en la que rezar de vez en cuando abiertos a quien quisiera venir.
Un largo camino
Llevamos ya diez años rezando juntos de forma regular y seria. Nos reunimos todos los jueves a las 21.30 y alabamos juntos al Padre bueno con quien quiera venir. Nadie está “apuntado”, ni tiene ningún compromiso de pertenencia o de asistencia. Viene quien quiere y el día que quiere, con la libertad de los hijos de Dios. A veces, las personas están muy comprometidas con el mundo y no dejan a la espiritualidad ningún espacio, y cuando se quieren dar cuenta, se pasan los días y las semanas sin un momento de oración. A veces no damos importancia a alimentar el espíritu.
Desde el principio, al rezar por las casas, tomamos la costumbre preciosa de compartir unos minutos de tertulia alrededor de una infusión y unas galletas. Una cosa rapidita, que mañana es viernes y hay que trabajar. De manera que al finalizar la oración y desearnos Paz hay también un momento en el que preguntarnos por la salud y por los exámenes de los niños.
Esta costumbre la hemos llevado también a la parroquia, de modo que los segundos y cuartos jueves de cada mes rezamos con la Iglesia y en la iglesia y después nos tomamos unas galletas con quien le apetece rezar cantando.
El resto de los jueves de cada mes seguimos rezando por las casas. De manera totalmente libre, quien le apetece dice: “el jueves que viene en mi casa” y, ni mil palabras más, allí que nos vamos el jueves que viene. Y de esa manera vamos “rotando” por las casa de la gente, donde el que acoge prepara un pequeño altar con algún icono y unas velas, pone alguna alfombra en el suelo y “abre su casa” a la oración comunitaria. Después, un agua calentita para una infusión y cada uno a su casa, con un poco más de paz para acabar la semana y ganas de que llegue el próximo jueves.
Como curiosidad, decir que intentamos mantener el espíritu ecuménico que se respira en Taizé y por eso intentamos participar en los actos que se organizan en Málaga con ese carácter, e invitamos a todos aquellos a los que les apetece rezar sin apellidos. Durante la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos nuestro grupo organiza una de las oraciones, la del jueves, claro.
Quizá lo mas importante sea simplemente ser fiel y mantenerse y lo demás viene solo.