La resurrección de Jesús y la resurrección de los muertos es uno de los platos fuertes del dogma. Lo es también para mí, vaya por delante; pero no solo porque lo diga el dogma, sino por otras razones.
Me gustaría hacer algunas puntualizaciones sobre estas verdades de fe, estimando muy débil el hecho de tener que seguir recurriendo al dogma para mantenerlas.
En primer lugar, me gustaría decir que considero muy poco a la palabra “resurrección”. La idea que todos tenemos sobre lo que este concepto significa está en la línea de una persona que ha muerto -según las garantías médicas y todo lo demás que científicamente queráis añadir- y que después vuelve a la vida de la misma manera que lo había hecho hasta el momento antes de haber ocurrido el fatal desenlace.
Es verdad que en el Evangelio de San Juan aparece el pasaje donde Jesús resucita a Lázaro después de llevar cuatro días muerto: “Entonces dijo Jesús: ‘Quitad la losa’. Pero Marta, la hermana del que había muerto, le replicó: ‘Señor, ya huele mal, porque lleva cuatro días muerto” (Ju. 11,1-45). Bien, yo aquí no voy a entrar, porque desconozco todo el contexto en que aparece dicho pasaje. Siempre he creído que el hecho de que Juan lo narre puede deberse más a una catequesis sobre la vida definitiva y en plenitud que a otra cosa; pero no deja de ser una opinión personal.
Me gustaría decir en este sentido dos cosas muy concretas. En primer lugar, creo en la resurrección de Jesús y en la resurrección de los muertos, a pesar de no gustarme dicho concepto, sencillamente porque me fío de Jesús: “Yo soy la resurrección y la vida” le dice él mismo a Marta, la hermana de Lázaro, en el pasaje citado anteriormente. Me da igual el cómo y el de qué manera; pero, si para ponernos de acuerdo, es necesario utilizar la palabra “resurrección”, bienvenida sea. Me fío de Jesús en este caso, porque tengo razones para hacerlo, pues en otros momentos lo he hecho y he experimentado que no me ha fallado. Me refiero, por ejemplo, a que cuando he intentado vivir conforme al proyecto de las Bienaventuranzas he conseguido ser feliz. También él lo dijo en este caso: “Felices los…”. Por tanto, no solamente no tengo motivos para dudar cuando dice “Yo soy la resurrección y la vida”, sino que me produce la misma certeza que en el caso anterior.
En segundo lugar, ¿por qué considero que el vocablo resurrección no es para mí el más acertado? Si nos adentramos en San Pablo, nos encontramos con que dice, textualmente, que “el amor no pasa nunca” (1Cor. 13). Yo diría que no solamente no pasa nunca, no tiene fecha de caducidad sino que, una vez desaparecidos los condicionantes, como son el tiempo y el espacio o, lo que es lo mismo, la materia, que provocan que el amor tenga unos límites, queramos o no, pervive para siempre en la máxima expresión que desborda lo que nuestra capacidad mental es capaz de alcanzar, precisamente por estar sometida ésta a las categorías humanas que acabo de mencionar hace un momento.
Por tanto, para mí el resucitar no consiste en volver a la vida (“nadie ha vuelto”, hemos oído en tantas ocasiones), sino en despojarnos de aquello que nos limita para asumir la plenitud y la infinitud de ese Dios que San Juan define como “amor” (1Ju 4,8). Resucitar, por tanto, no consistiría en otra cosa sino en dejar para siempre la dimensión, más o menos grande, de egoísmo, entre otros defectos y limitaciones, que cada persona puede llevar dentro de sí misma, para entrar de manera definitiva en la dimensión de un amor ilimitado e infinito. Precisamente por ello no necesito del dogma, sino mucha confianza en un Jesús, cuyas palabras y acciones sobre Dios están en la línea de un Padre-Madre cuya esencia es el amor que le lleva a transformar en amor para siempre y sin límites a toda criatura que ha dejado de existir físicamente.
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