Pecado original, ¿todavía?

Foto. Caroline Beaudoin CC.De entre las frases de Tagore, hay una que cada vez que la leo o la recuerdo me llena de esperanza, a la vez que supone un empujón más, por lo que a mi persona respecta, en el sentido de tirar por tierra un dogma, otro más de la fe cristiana, por cierto, relativo al pecado original.

La frase es bastante conocida, pero creo que no está de más recordarla de nuevo: “Cada criatura, al nacer, nos trae el mensaje de que Dios todavía no ha perdido la esperanza en los hombres”.

La gente sencilla que acostumbra a no entender de teologías ni de los intríngulis que las forman suelen ser lo suficientemente sensatas como para responder de manera contundente con un “no” cuando en el momento del bautizo de un bebé recién nacido o de pocos meses, por ejemplo, o sencillamente en medio de una conversación coloquial se les pregunta si creen que es posible que el Dios anunciado por Jesús en el Evangelio puede hacer algo tan horrible y, por lo mismo, tan incomprensible para cualquier mente equilibrada como es el hecho de cargar con una culpa a una criatura en el momento del nacimiento.

Las incongruencias eran tan fuertes que llevaron a los sesudos teólogos al punto de tener que inventarse algo totalmente inconsistente como era el limbo y que la propia Iglesia oficial se ha visto obligada a declarar como inexistente, aunque tarde, por el hecho de tratarse de una realidad más que superada, pues no se aguantaba ni con alfileres, tal y como dice la expresión popular. Cabe recordar también que, según la misma teología, solamente el sacramento del bautismo era el único medio o instrumento capaz de borrar semejante pecado o culpa original.

Creo que en el fondo de todo ello yace una concepción radicalmente errónea respecto a Dios y a la persona. Me refiero al hecho de que Dios es, ante todo y principalmente, vida. Por tanto, Dios no se manifiesta ni se le llega a conocer primordialmente por el camino de la fe y de la religión, sino por el de la vida.

Porque, como acabo de decir e insisto de nuevo, Dios es, ante todo y sobre todo, vida. Y, por lo mismo, cuando se manifiesta la vida, es Dios mismo que se está manifestando. De la misma manera podemos decir que hay Dios allí donde hay vida. Y lo contrario, no hay Dios donde no hay vida, por mucha fe, aparentemente por supuesto, o por mucha religiosidad que haya, del tipo que fuere. De ahí el sentido maravilloso de la frase de Tagore.

Si recordáis, en el libro del Éxodo, cuando Moisés pregunta a Yahavé en nombre de quién es enviado a llevar a cabo precisamente la liberación del pueblo de Israel, la respuesta es contundente: “El que es, o lo que equivale a decir en términos más comprensibles, la Vida te envía”. (Ex 3, 14).

En este sentido, si realmente los sacramentos son signos especiales a través de los cuales Dios se manifiesta, no nos debe caber la más mínima duda de que el primer y gran sacramento es el del nacimiento: la vida. Antes que el bautismo, por supuesto.

Un sacramento, por otra parte, en qué coincidimos todas y todos, independientemente de cualquier condición y también independientemente de todo tipo de creencia. ¿Queremos un ecumenismo más grande y más maravilloso?

Desde esta perspectiva se llegan a entender mucho mejor aquellas palabras de Jesús que tanto desconcertaron, escandalizaron y dolieron a los fariseos, fieles cumplidores de la ley: “¿Cuándo te vimos hambriento, sediento, enfermo, encarcelado, etc.?

No fue precisamente cuando observabais de forma estricta cada uno de los preceptos religiosos. Por ello, vosotros no me llegasteis a ver nunca. En cambio, sí que me vieron y me descubrieron todas aquellas personas que contribuyeron a la vida dando pan, apagando la sed, visitando al enfermo y encarcelado, etc.

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