Cuando el 3 de octubre pasado Caddy Adzuba (Bukavu, República Democrática del Congo, 1981) llegó a Barcelona para tomar parte en las jornadas de Ciutats constructores de pau que organizaban trece municipios de la provincia de Barcelona, procedía de Turquía, donde había participado en una reunión de la ONU. El avión aterrizó en el aeropuerto de El Prat a la una de la madrugada. Ella era la única africana entre el pasaje y los policías del control de aduanas la retuvieron durante horas acusándola de que su pasaporte era falso.
Al día siguiente, sin apenas haber dormido, se enfrentaba a periodistas y tenía que dar un par de charlas y ella apareció fresca y sonriente, como si nada hubiera pasado. Fue allí donde nos conocimos y cuando me sorprendió por primera vez al decirle que podía haber indicado a los policías que mirasen en internet quién es ella: la ganadora del último Premio Príncipe de Asturias de la Concordia. Caddy sonrió y dijo que estaba tan cansada que solo pensaba en poder llegar al hotel y dormir. Esta es la humildad que siempre compaña a esta periodista y abogada que lleva prácticamente toda su vida denunciando la violencia y el saqueo de los recursos minerales de su país y, en especial, la situación de las mujeres y niños. Desde los micrófonos de Radio Okapi, la emisora de la ONU en la República Democrática del Congo (RDC), desenmascara a los verdugos y a los poderosos que están detrás de ellos y ayuda a las víctimas de la violencia sexual a rehacer sus vidas. Este activismo, que la ha hecho merecedora de muchos premios y reconocimientos internacionales, es también el culpable de que esté amenazada de muerte, cosa que no parece importarle mucho.
La población de la RDC lleva más de 20 años soportando a diario todo tipo de violencia y abusos de los derechos humanos: asesinatos, saqueos y violaciones constituyen el día a día de miles de mujeres y hombres ante la indiferencia del gobierno y de la comunidad internacional. Además, la mayoría de los responsables de estos crímenes nunca son juzgados. El que estas personas se libren de la justicia tiene como consecuencia, entre otras muchas, que se instale una cultura de impunidad en el país, que se fomente la violencia y las violaciones de los derechos fundamentales y que, en definitiva, fracase el Estado de derecho.
Caddy, como tantas otras personas en su país, ha sufrido la guerra en su propia carne. Cuando tenía 14 años tuvo que huir de su casa y recorrer 150 kilómetros a pie. Vivió en un campo de personas refugiadas, separada de su familia, sin saber nada de ella, dos años. Fue allí cuando, por primera vez, se reveló contra la injusticia de la guerra y la indefensión de civiles, especialmente de las mujeres.
Ella comenta que ha tocado las miserias, las desdichas y las penas de las mujeres del Congo y que su tragedia la interpeló. “Yo también soy mujer y no podía quedarme indiferente ante esa realidad”.
En un primer momento, al volver del campo donde estaba refugiada y reunirse con su familia, pensó en estudiar derecho para ser juez y llevar a la cárcel a todos los abusadores y criminales. Pero luego pensó que los estudios tomarían mucho tiempo y decidió hacer algo más inmediato: convertirse en periodista para contar lo que nadie contaba, la realidad de las mujeres en el Congo. Así compaginó los estudios con la acción para poder ayudar a “mis hermanas, las mujeres del Congo”.
Por eso Caddy y sus colegas del este de la RDC decidieron constituir una asociación de mujeres periodistas que les facilitase el acceso a las víctimas de la violencia sexual. Cuando quisieron llevar las voces de esas mujeres a los micrófonos se encontraron con el rechazo de sus jefes, todos hombres, que no veían la necesidad de airear esos casos. Aquello no paró a las activistas. Renunciaron a sus sueldos y con ese dinero compraron un espacio de treinta minutos en la radio que acogiera esos temas.
Cuando la población de Congo empezó a conocer lo que sucedía, comenzó a organizarse para ayudar a las mujeres y a las niñas abusadas. Así, estas personas pudieron acceder a cuidados médicos, atención psicológica y asesoramiento jurídico para perseguir a sus violadores, así como a ayuda económica para rehacer sus vidas y acompañamiento en un largo proceso que, a veces, puede durar hasta diez años.
Caddy repite continuamente que el cuerpo de la mujer es el campo de batalla donde se dirime la guerra de Congo. Afirma que quienes planearon esa guerra sabían muy bien que en su país la mujer es el centro de la familia y de la comunidad. Durante décadas, en los momentos más difíciles, han sido ellas las que con su trabajo en el campo, con sus pequeños negocios, mantenían a las familias, pagaban la educación de hijos e hijas, se aseguraban de que todos comieran. Sin embargo, una mujer violada, muchas veces frente a su propia familia, es una mujer enferma, sin fuerzas para seguir adelante. Así es como se destruye una familia y una comunidad y se puede esclavizar a los individuos y obligarlos a luchar o trabajar en las minas.
Esta es la clave del conflicto en la RDC, los minerales: el oro, el coltán… Caddy es muy contundente en este aspecto: allí donde no hay minerales no hay guerra. Minerales que son sacados de las minas, que controlan los rebeldes y transportados a occidente, donde las grandes multinacionales hacen negocios con ellos.
Caddy se enfada con los que quieren reducir el conflicto de la RDC al un deseo de anexión del este del país por parte de algunos países vecinos. Ella afirma que Paul Kagame (el presidente de Ruanda) y otros mandatarios no dejan de ser marionetas de los gobiernos de Estados Unidos o Reino Unido, que son los que los han puesto allí. Son estos países y sus multinacionales los que apoyan a los grupos rebeldes y les proporcionan las armas que utilizan para destruir la RDC. Es por esto que ella opina que son el presidente de los Estados Unidos o el primer ministro de Reino Unido y los directivos de las multinacionales los que deberían ser juzgados por la Corte Penal Internacional.
Caddy es una mujer imparable, llena de energía que no se amedranta ante nada ni nadie. Ella y sus compañeras, en su denuncia, han llegado ante el Congreso de los Estados Unidos o la Corte Penal Internacional y continúan recorriendo el mundo conscientes de que tienen que dar a conocer lo que sucede en su país y de que necesitan el apoyo de la sociedad civil internacional para terminar de manera pacífica con el conflicto de la RDC.
Pero esta lucha cansa y, a veces, se le nota. Cuando nos despedíamos en Madrid el 29 de octubre, horas antes de que se embarcase en el avión que la llevaría de vuelta a su casa, así me lo confesaba y me decía que muchas veces le gustaría vivir la vida de una mujer normal, porque echa mucho de menos a su marido y le cuesta estar tanto tiempo separada de él y no tener vida de familia. Pero luego piensa en la esperanza que su trabajo transmite a tantas mujeres de su país, en la ayuda que estas están recibiendo, en las que dejan de ser víctimas y se convierten en activistas… y sabe que tiene que seguir adelante, que no puede parar hasta que llegue la paz a su país, se haga justicia con estas mujeres y los culpables sean condenados.