No teman ustedes, mis improbables lectores, a la vista del título de este post, que hayamos decidido hacer la competencia al señor Abadía y sus ninjas en la resolución de la mega-crisis económico-financiera que nos rodea. Todavía no, al menos.
Por el momento, éste sigue siendo un blog dedicado al diálogo ecuménico e interreligioso.
La referencia empresarial se debe a que hoy quiero mencionar algo que normalmente suele pasar desapercibido entre declaraciones, temas y obsesiones de más relumbrón mediático. Hablo del grupo de diálogo entre el islam y Occidente integrado en el tradicional Foro Económico de Davos que, enero tras enero, reúne a la flor y nata financiera y política del orbe todo. ¿Lo conocían? Pues se creó hace ya ocho años, a instancias del entonces arzobispo de Canterbury, George Carey, miembro del consejo de administración del Foro.
En este grupo se mezclan poderosos dirigentes empresariales occidentales, clérigos, profesores universitarios, dirigentes políticos árabes –como André Azoulay, consejero del rey de Marruecos- y responsables de ONGs, entre ellas Irene Khan, presidenta de Amnistía Internacional. Y este año, por las sesiones del grupo han desfilado, por ejemplo, el cardenal emérito de Washington, Theodore McCarrick; el pastor noruego Trond Bakkevig, comprometido con el diálogo interreligioso en Israel; la rabina británica Julia Neuberger, miembro de la Cámara de los Lores; el arzobispo de Dublín, Diarmuid Martin; o el pastor presbiteriano ruandés André Karamanga, secretario de la Conferencia de Iglesias de Toda África (CETA).
¿De qué hablaron? De que el mundo del dinero “sostenga el encuentro entre religiones”. Lo dijo claramente Bertrand Collomb, presidente de honor de Lafarge, empresa francesa presente hoy en 85 países: “Una multinacional activa en los siete confines del mundo no puede hacer oídos sordos a la cultura del país en el que se implanta, ni obviar el peso del miedo, la humillación y la esperanza que conlleva la mundialización, que baja con frecuencia hasta las raíces religiosas”.
Y no sólo dentro de la empresa, entre sus empleados o en lo que atañe a su actividad. Así, la demanda común de este año fue que las grandes empresas hagan algo de forma concreta. ¿Cómo? Pues “invirtiendo en escuelas y hospitales multiconfesionales” (Neuberger); “financiando intercambios escolares ente alumnos de confesiones diferentes” (Bakkevig); o “invirtiendo en educación para aislar a los que explotan la miseria y la ignorancia” (Martin).
Karamaga fue más lejos. Las grandes corporaciones, dijo, tienen que entender que las Iglesias son socios imprescindibles: “la iglesia católica dispensa el 30 por ciento de los servicios de salud en África. Podemos ponernos de acuerdo para erradicar juntos la pobreza. No me importa lo que motiva a las empresas o que obtengan beneficios, mientras que al mismo tiempo hagan el bien”.
En fin, no es que vayan a resolver el mundo con sus debates (de hecho, no lo están resolviendo), pero es de esperar que los dirigentes de las multinacionales tomen conciencia de la necesidad de este diálogo, aunque sólo sea porque haga que sigan llenándose sus bolsillos.
El problema, en mi humilde opinión, es que estas buenas intenciones nacen con un gran lastre: el sempiterno parternalismo cristiano y occidental. Entre tanta personalidad religiosa de lustre, ¿dónde estaban los musulmanes? ¿No se supone que es un grupo creado para dialogar con el islam? ¿Y por qué siempre acaban hablando de lo que necesitan los países en vías de desarrollo? ¿Sólo hay musulmanes en los países pobres? ¿O es que los líderes religiosos que pasaron por Davos fueron simplemente, como todos los que por allí desfilan, a pasar el cepillo?