Hace unos días un muchacho me pidió si podía ir al modulo a confesarle y soy consciente de la responsabilidad que eso supone: tengo que intentar transmitir y llevar a esa persona toda la misericordia y el amor de Dios, ese Dios acogedor en quien profundamente creo. Tardé varios días en ir a verle y, cuando pude hacerlo, me empezó a hablar de su vida, que “había sido normal”, con sus padres, su mujer y sus dos hijas… Estaba como dando rodeos, eso sí, no paraba de decir que quería pedir perdón a Dios por todo lo que había pasado. Me atreví a decirle que lo importante era simplemente ponerse delante de Dios, pedir perdón y contar con la fuerza de su misericordia y de su amor y que ni siquiera era necesario contar nada, porque Dios ya sabe lo que nos pasa. Cuando le dije aquello, él cambio, noté como que se relajó, como que ya no tenía miedo ni siquiera a decir lo que había sucedido, se sintió querido y aceptado y eso le hizo liberarse y contar todo. Me acordé entonces de las palabras de Jesús a Zaqueo: “Zaqueo, baja enseguida porque hoy tengo que alojarme en tu casa”. Fue como si también él hubiera experimentado que Jesús le decía que iba a quedarse con él, en su casa, en su corazón y que no le importaba para nada lo que hubiera pasado.
Y así, sin más, comenzó a contar todo lo que había pasado en aquella noche: la droga le había hecho caer en un tema de abusos sexuales hacia una mujer, “yo nunca lo había hecho porque para mí la mujer me merece un respeto especial, porque siempre me acuerdo de mi mujer y de mi madre, pero la droga pudo conmigo y lo hice”.
Continuó diciendo: “Yo he sido condenado justamente por un juez, pero ahora necesito especialmente confesar delante de Dios y recibir su perdón… No me importa casi la condena que me han puesto, lo que me importa es contar con el perdón de Dios”. Cuando lo escuché, no sabía qué decir, porque estaba asistiendo a un encuentro profundo de Dios con aquel muchacho. De nuevo recordé las palabras de la parábola del hijo pródigo: “Cuando aún estaba lejos, su padre lo vio y, profundamente conmovido, salió corriendo a su encuentro, lo abrazó y lo cubrió de besos”; más de una lágrima se me cayó de emoción y agradecimiento a ese Dios que estaba abrazando a aquel muchacho, que era su hijo.
Al terminar, le dije que podríamos rezar un padrenuestro, le cogí de las dos manos y juntos lo rezamos. Llamar a Dios Padre después de lo vivido en aquel momento era reconocer que nos sentíamos arropados por su presencia y misericordia. Después le dije que le iba a dar la absolución, que era el abrazo y el perdón de parte de Dios; él quiso arrodillarse delante de mí y le impuse las manos como el mismo Jesús se las imponía a los pecadores y a los pobres y, mientras, fui rezando lo que brotaba también de mi corazón, intentando que sintiera que era el mismo Dios el que le acogía. Después le di un fuerte abrazo, intentando que fuera el abrazo del mismo Dios. Y recordé de nuevo las palabras de monseñor Romero dirigidas a quienes provocaban las injusticias y los asesinatos en El Salvador que a él le tocó vivir: “Dios te llama y te perdona”. Dios nos llama en cada momento de nuestra vida, hayamos hecho lo que hayamos hecho, como llamó a Zaqueo, como llamó aquella mañana a este muchacho y como me llama a mí y a todas las personas.
*Francisco Javier Sánchez González es el capellán de cárcel de Navalcarnero y párroco de la Sagrada Familia en Fuenlabrada (Madrid)
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