«La Teta Asustada«, la película de la directora peruana Claudia Llosa que ha logrado el Oso de Oro de Berlín y una brillante candidatura al oscar de Hollywood, cuenta una historia que nace del terror sufrido por miles de mujeres en los años 80 y 90 en Perú. Atrapadas entre la violencia institucional de los militares y los grupos armados, las mujeres creen que transmitirán el miedo y la tristeza a sus hijos e hijas a través de la leche materna.
La película cuenta la vida de Fausta, una joven que ha heredado el miedo de su madre, y está dispuesta a hacer cualquier cosa para no sufrir lo que ella sufrió. La familia ha emigrado a Lima huyendo de la zona de conflicto, pero el terror y la pena han dejado su huella.
La antropóloga estadounidense Kimberly Theidon identificó este síndrome de “la teta asustada” (el título en inglés es The milk of sorrow, “la leche de la pena”, que traduce en realidad varias expresiones en quechua que se refieren a “leche de rabia” o “leche de miedo”), y en su libro Entre prójimos, publicado en Perú en 2004. Partía de su experiencia de campo con las mujeres de siete comunidades de Ayacucho.
La Comisión de la Verdad
En 2002 tuve la oportunidad de asistir a una de las primeras sesiones de la Comisión de la Verdad en Perú. Una de las declarantes era una mujer que había sido secuestrada durante varios años en un acuartelamiento militar, y durante todo ese tiempo fue violada sistemáticamente y obligada a cocinar y limpiar para sus secuestradores y violadores. Declaraba a cara descubierta, y contaba con un acento dulce y una voz firme las barbaridades que había sufrido. En medio de nuestro llanto –y el de casi todo el enorme auditorio, incluyendo a los propios Comisionados y Comisionadas-, la dignidad de esta mujer situaba su sufrimiento personal en el terreno de la justicia y la esperanza.
En 2003, la Comisión de la Verdad documentó 538 casos de violación sexual durante el periodo de “guerra interna”, 527 de mujeres y 11 de varones. Más allá de estos casos, concluyó que “la violencia sexual fue una práctica generalizada y subrepticiamente tolerada, pero en ciertos casos abiertamente permitida por los superiores inmediatos en determinados ámbitos. Tuvo lugar en el desarrollo de incursiones militares, pero también en el interior de ciertos establecimientos del Ejército y de las fuerzas policiales. Esta práctica generalizada, sin embargo, puede haber alcanzado en determinadas provincias de Ayacucho, Huancavelica y Apurimac un carácter sistemático vinculado con la represión de la subversión”.
Es difícilmente cuantificable el número de mujeres afectadas por esta estrategia. Las propias mujeres en muchos casos no tienen deseo de recordar ni denunciar. No ha habido reconocimiento judicial ni reparación de estos delitos. Las dificultades para identificar a los responsables, para demostrar las violaciones tras tantos años, y los innumerables obstáculos del poder para evitar que cientos o miles de militares sean juzgados, convierten la denuncia en un nuevo via crucis para las mujeres víctimas de violaciones y otros delitos sexuales. A pesar de ello, se han presentado 31 causas, con el apoyo de abogadas de organizaciones de mujeres y derechos humanos. Casi todas sin éxito. Sólo en 2009 se abrió un proceso penal contra diez militares implicados en la violación de siete mujeres de las comunidades de Manta y Vilca en Huancavelica, la provincia más pobre del Perú. La instalación de una base militar en estas comunidades en 1983 convirtió en una pesadilla la vida de las mujeres por las violaciones masivas por parte de miembros del ejército. El auto inicial de esta causa reconocía que, de acuerdo a la jurisprudencia internacional (Tribunal Penal Internacional para la Ex Yugoslavia y Ruanda), estos delitos, dado el contexto en que se desarrollaron, adoptan la categoría de crímenes de lesa humanidad y en consecuencia no prescriben.
Fin de la impunidad
El Ministerio de Defensa peruano se niega a brindar información sobre los nombres y alias de los militares asignados a las diferentes bases. Pero la causa de las mujeres de Manta y Vilca supone abrir las puertas para acabar con la impunidad. Y una posibilidad de esperanza para la parte más indefensa de la sociedad peruana: un 75 por ciento de las víctimas de estos delitos son de mujeres quechuas, el 83 por ciento de origen rural. La mayor parte de las víctimas tenía entre 10 y 30 años, y un ocho por ciento eran niñas menores de 10 años.
La violencia sufrida por estas mujeres y niñas se traduce inmediatamente en la estigmatización por parte de sus comunidades y familias, y el sufrimiento se multiplica para ellas con la aparición de embarazos traumáticos, producto de la violación.
La periodista y escritora Rocío Silva Santisteban cita en su libro “El factor asco” el caso de Giorgina Gamboa, una testigo de la Comisión de la Verdad, que con 16 años estuvo durante cuatro meses detenida irregularmente, sufrió la violación por parte de 7 militares y quedó embarazada. “Quería morirme yo, yo pensaba que entre mí ese producto, como un monstruo será, cuántas tantas personas que me han abusado, yo pensaba que tenía monstruo. Yo no quería vivir.” Frente a todos sus intentos de abortar o posteriormente de dar a su hija en adopción, los médicos y abogados la convencen insistentemente para que críe a su hija. Su testimonio en la Comisión de la Verdad es un testimonio de exigencia de justicia: “Quiero para todos, para honor de todas las personas, familiares, abusadas, yo pido justicia. Culpables deben pagar, deben reconocer lo que han hecho, el daño que nos han hecho. Yo no he sido única, yo que estaba violada. Varias personas así tienen producto de violación, tienen sus hijas, como mi hija, señoritas, qué le he pedido para ellas, nada, siquiera no hay nada justicia.”
“La teta asustada” no es, ni mucho menos, una película de terror, a pesar de la realidad de la que surge. La belleza simbólica de la cultura quechua y el interesante camino de su protagonista para liberarse del miedo heredado han emocionado a miles de personas. Ha ayudado a que muchas personas que vivían de espaldas a esta realidad entiendan mejor el enorme sufrimiento de miles de mujeres. Las aspiraciones de justicia de Giorgina Gamboa, de las mujeres de Manta y Vilca, y de todas sus compañeras de sufrimiento, han llegado a las pantallas y las primeras planas de los periódicos de su país por primera vez en su historia, envueltas en el glamour de los festivales y galardones cinematográficos. Ojalá podamos decir que una buena película puede ayudar a hacer justicia, y no sólo justicia poética.