He trabajado en Rwanda 35 años, más de la mitad de mi vida, y esto provoca en mí un mestizaje africano-manchego que no me ha cambiado el color de la piel, aunque sí ha modificado mi manera de entender la vida y de leer el momento histórico que vivimos. La imagen que tenemos de los africanos, la mayoría de nosotros, es la que nos muestran los medios de comunicación: niños desnutridos, guerras interétnicas, colas de gente recibiendo ayuda humanitaria, elecciones fraudulentas, políticos corruptos, grandes mafiosos y estafadores que viven con un pie en el Sur donde roban y otro en el Norte donde disfrutan sus beneficios…
Todo esto existe, pero hay otra parte mucho más significativa y más atractiva de la que hablo desde mi experiencia. El pueblo ruandés me recuerda mucho a la gente sencilla de nuestros pueblos manchegos donde yo crecí hace ya bastantes años. Son personas amables, alegres, solidarias, luchadoras. Todos estos valores y otros muchos los desarrollan, especialmente las personas pobres, para conseguir el milagro diario de la supervivencia.
Llegué a Rwanda con 24 años, con un diploma de enfermera recién estrenado, sin experiencia de trabajo y poca de la vida. Mi origen sencillo tampoco me invitaba a pensar que me tenía que comer el mundo, y así empecé a vivir y a trabajar con los ruandeses en un centro de salud que gestionaba un equipo del Instituto Secular Vita et Pax, al que pertenezco. Pronto descubrí que las jóvenes enfermeras ruandesas sabían mucho más que yo en todos los campos: medicina tropical, arte de curar con pocos medios, idioma, costumbres… De manera natural fui aprendiendo de ellas.
Varias de mis compañeras de Instituto, por circunstancias familiares y personales, tuvieron que venirse a España y esto me obligó a delegar responsabilidades entre los miembros del equipo del centro de salud, que seguía creciendo para dar respuesta a nuevas necesidades que la población iba expresando.
Todas estas circunstancias, que en su momento viví como negativas, me ayudaron a integrarme más en el país y a colaborar más estrechamente con la gente. Los resultados han sido muy positivos: se ha creado un centro de salud sólido, construido sobre las verdaderas necesidades que ha ido expresando el pueblo. Los ruandeses desempeñan un papel importante en la organización y en la gestión, porque son ellos los que conocen las necesidades y saben cómo satisfacerlas. Esta experiencia de estrecha colaboración, donde cada uno aporta lo que es y tiene, nos ha permitido valorarnos mutuamente y salir todos enriquecidos. La dinámica paternalista nos disminuye siempre y nos deja insatisfechos.
Si pudiéramos entender la cooperación internacional en estos términos, seguramente podríamos alcanzar el objetivo más urgente del milenio: erradicar el hambre. Desgraciadamente las estadísticas indican que cada vez nos distanciamos más de él, y no por falta de medios materiales, sino por la manera errónea de gestionarlos.
Junto a Ruanda, en el Este de la República Democrática del Congo, viven una guerra desde 1998 en la que han muerto más de 5 millones de personas y cientos de miles han sido desplazadas. Cada día sufren miedo, inseguridad, hambre, violaciones y miseria. Lo que se nos presenta como una lucha entre tribus esconde la explotación ilegal de las riquezas naturales de esa región, en la que participan multinacionales de países ricos como Estados Unidos, Inglaterra o Bélgica.
La ONU tiene allí desde hace 6 años un contingente de 17.0000 cascos azules cuya misión es pacificar la región y proteger a la población civil. Es evidente que no cumplen con su cometido. Pero además, hemos recibido testimonios directos de que los helicópteros de estas fuerzas se han utilizado para sacar materias primas del país. Deberíamos preguntarnos si esta misión tiene utilidad o es perjudicial. La ONU gasta en esta operación mil millones de dólares al año desde hace 6 años. Las materias primas que salen diariamente de la región (diamantes, coltan, casiterita) generan 6 millones de dólares. No hace falta ser economista para pensar que se podría haber erradicado el hambre en todo el país hace mucho tiempo.
En cambio, todos estamos llamados a la responsabilidad de colaborar para erradicar el hambre. Yo ahora sé, por experiencia, que el milagro de la multiplicación de los panes y de los peces del que nos habla el Evangelio -y que tanto nos cuesta entender y más todavía creer-, es una realidad cotidiana que permite que la vida sea posible cada día para muchos habitantes de los países empobrecidos