Hace tiempo que vengo asistiendo a un espectáculo que me causa cierta desazón y sobre el que me gustaría reflexionar. Me encuentro a menudo con personas que han sido, durante muchos años, católicos fervientes, participantes en grupos y asociaciones cristianas, pero que en el último tramo de su existencia experimentan una fuerte crisis en su vida creyente. Algunos abandonan la fe -a menudo con una dosis de agresividad- pero otros acaban reduciéndola a algunas formulaciones personales mínimas y, en mi opinión, intranscendentes.
Hace un tiempo, uno de los ponentes de una mesa redonda, una persona mayor perteneciente a una comunidad de larga tradición, afirmaba: “Para mí la fe es creer en Dios, un Espíritu que nos ayuda a ser buenos”. Pensé para mis adentros: tantos años de formación religiosa, de asistencia a reuniones, de retiros, de celebraciones, de eucaristías, para que al final Dios sea poco más que un manual de buenas costumbres. ¡Qué desperdicio de tiempo, de dedicación y de esfuerzos! Empleados en cualquier otra actividad habrían hecho de esa persona un especialista, un pensador, un atleta. Dedicados a la religión, lo han convertido en un simple (en la doble acepción de sencillo y de tonto).
Dando vueltas a todo esto me venía a la memoria el viejo proverbio latino: corruptio optimi pessima, la corrupción de lo mejor es la peor. A quienes ya cumplimos muchos años la religión nos vino en gran medida como una doctrina. Se trataba de verdades que había que creer y con valor absoluto. Como es fácil de entender, la crítica que trajeron los tiempos fue poniendo en cuestión ese edificio antes sin fisuras.
Para algunos, la crítica de la doctrina trajo también la muerte de Dios. Menos radicales, otros fueron perdiendo sus certezas, que se desprendían y echaban a volar en el vendaval de la relatividad. La Biblia era relativa, como escrita por hombres. La teología, formulada en el lenguaje del helenismo, lo era mucho más. De la vida de Jesús se podía saber muy poco. La Iglesia era una construcción humana, por supuesto no fundada por Jesús. La oración, como mucho, un flujo de energía positiva… Lo que quedó tras ese torbellino fue, apenas, nada.
A veces he comparado este proceso al de quienes se desengañaron de opciones políticas radicales aceptadas en su juventud y emprendieron caminos más razonables (y, en general, más rentables). Se habían fiado de cantos que resultaron ser de sirenas y se negaron ya a toda canción que no glosara la instalación y el sosiego personales.
Esos cristianos no vieron que la misma deconstrucción la había emprendido también la gran teología, alumbrando a la vez “cosas nuevas y antiguas”. Entre ellas, la más importante, la certeza renovada de que ser cristiano (ese fue el título del libro de Küng) no era adherirse a una doctrina sino vivir a Dios siguiendo a Jesucristo. En vez de alegrarse de ese redescubrimiento y de emprender una nueva reflexión sobre su riqueza y sus implicaciones, muchos se sintieron objeto de un engaño y se refugiaron en unas certezas mínimas y, en el fondo, banales.
Sin embargo, no ha sido un destino general. Muchos cristianos, que también en su momento se fiaron de muchas afirmaciones y consignas muy relativas y, a veces, engañosas, se han sentido más ligeros de equipaje, han abandonado a la deriva muchos fardos, pero a la vez han podido descubrir nuevos horizontes y repetir, desde el fondo de una fe renovada, la convicción de San Pablo: “Sé de quién me he fiado”.
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