Cada vez que respiro

Espero (es más, permitánme estar seguro) que cuando lean estas letras ya sean viejas, que ya hayan sido sobrepasadas por el devenir de los acontecimientos. Es justo lo opuesto a lo que un periodista espera. Normalmente, queremos que nuestros textos sean de rabiosa actualidad (ay, la actualidad nunca ha sido más rabiosa, nunca ha mordido tanto como en estos días). Pero qué les voy a decir: son tiempos extraños.

El caso es que, cada vez que respiro (al menos, cada vez que tomo conciencia de que estoy respirando) pienso en mi hermana. Ella está en el hospital. Lleva más de 10 días con fiebre, hace una semana que confirmaron que tenía neumonía y el lunes por la noche comenzó a faltar oxígeno en su sangre. Desde entonces, ha experimentado avances y retrocesos y las noticias de la última noche no son especialmente buenas (tampoco son abrumadoramente malas, afortunadamente). Tal vez estoy dramatizando. Es más, espero fervientemente estar dramatizando, pero todos somos propensos al drama estos días, ¿no? Ella no está ni siquiera en la UCI. Está en una planta de un hospital recibiendo oxígeno, bien atendida y, por supuesto, lo normal es que todo vaya bien (TIENE QUE IR BIEN). Pero, si me paro a pensar en que también pueden ir mal me engulle un agujero negro de tremenda tristeza en el que todo mi yo estalla en llanto. Pero no sigamos por ese camino.

Foto: Orna Wachman

Les decía que pienso en mi hermana cada vez que respiro (o que me doy cuenta de que estoy respirando). Entonces, me concentro en mi respiración, pensando que tal vez parte del aire que inhalo le pueda llegar a ella y aumentar la cantidad de oxígeno en su sangre. Sería maravilloso que pudiera ser así, ¿verdad? Que pudierámos enviar parte de nuestro oxígeno a nuestros seres queridos que lo necesitan. La telemedicina, tristemente, no ha llegado a tanto.

Pienso también en mis sobrinos y mi cuñado, que me miran intentando disimular la preocupación y hasta el miedo (exactamente como yo hago), a través de la pantalla del ordenador y con quienes no puedo abrazarme para hacer más leve y humana la espera. Tan solo puedo preguntarles por Skype qué canción pusieron hoy durante los aplausos al personal sanitario, a la gente de los supermercados, a los agentes del orden que hacen que este mundo siga en pie en medio de la debacle sin corazón ni sentido en que vivimos. O, si la noche es propicia, jugar una partida de parchís a distancia, dejando salir por la boca cualquier estúpida broma que se nos ocurre para que sirva de barricada ante la angustia.

Si no tengo ninguna ocupación urgente (y ahora pocas lo son) pienso más allá. Pienso en cómo les contemplaba recién nacidos, tendidos en su cuna de hospital, simplemente respirando, cuando eran seres tan frágiles que cualquier cosa podría… Pienso incluso en cómo mi madre me habrá contemplado a mí de la misma manera, hace muchos años ya. A mí y, después a mi hermana. Esa hermana pequeña que a sus 48 años vuelve a ser una niña frágil en una cama de hospital a la que contemplamos respirar con dificultad como si no hubiera en el mundo otra cosa más importante que hacer. De hecho, para mí no la hay. Mi principal tarea estos días es, cada vez que me doy cuenta de que respiro, pensar en mi hermana, respirar más profundamente aún esperando que parte del oxígeno que inhalo llegue a su sangre y esperar que estas letras que escribo se vuelvan viejas, muy viejas, muy pronto.

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