Por Ricardo Ibarra, director de la Plataforma de Infancia
La crisis económica ha servido para visibilizar muchos de los problemas estructurales que vivía la sociedad española. Problemas que eran la realidad y la cotidianeidad para demasiados, pero que carecían de espacios en los medios y la política. Habían sido silenciados pero la crisis consiguió que no pudiéramos seguir mirando para otro lado. De todos ellos destaca especialmente uno por su gravedad, por la vulnerabilidad de los que la sufren y por la sorpresa que ha supuesto para la opinión pública descubrir que esta realidad sucede en España: la pobreza infantil.
Hasta 2008 no hemos sido conscientes de las altas tasas de pobreza infantil en las que ya vivía España. Tasas que se ha mantenido siempre por encima del 20% desde hace más de 20 años. Los niños y niñas han sido los más afectados por la crisis. Por un lado, por la reducción de ingresos en los hogares por la pérdidas de empleo y por otro lado, por ser los más afectados por las políticas de austeridad, que se han focalizado en partidas con fuerte impacto en la infancia como pueden ser sanidad o educación. La crisis ha hecho que la pobreza infantil sea más extensa y severa.
La situación ha llegado hasta alcanzar a uno de cada tres niños y niñas, dejándole en riesgo de pobreza y exclusión social. Situando a la cuarta economía de la zona euro en los primeros puestos de la vergüenza europea, liderando rankings de desigualdad, falta de inversión en infancia y pobreza.

Foto: Plataforma de Infancia
Ante esta emergencia social, la administración se ha comportado de manera similar a como la gente lidia con una tragedia personal. Pasando por las conocidas como cinco etapas del duelo que identificó Kübler-Ross.
La primera repuesta de las autoridades fue la etapa de la negación. En el diario de sesiones del Congreso han quedado registrados debates bochornosos donde se cuestionaban los datos o los sistemas de medición. Cabe recordar que los principales datos sobre la pobreza son aportados por fuentes oficiales de las propias Administraciones Públicas, así como los principales sistemas de medición de un fenómeno complejo y multidimensional como es la pobreza surgen de indicadores recomendados por las instituciones.
En segundo lugar vimos cómo algunos medios -o panfletos- entraron en la fase de la ira, donde se llego a culpabilizar a las organizaciones sociales que trabajan con la pobreza o a aquellos que realizaban estudios sobre la materia. Se llegó a banalizar las iniciativas que algunos ayuntamientos impulsaron para generar parches sobre las consecuencias de la pobreza en los niños.
Pero por suerte finalmente se acordó tratar el problema y pasar a la siguiente etapa del ciclo. Las organizaciones que trabajan con la infancia han puesto en valor las políticas basadas en la evidencia, elaborando estudios comparados, analizando causas y consecuencias. Los responsables políticos han empezado a incorporar propuestas concretas en sus discursos, se empezó a hablar de propuestas relativas a incrementar la inversión en infancia, establecer políticas sociales orientadas a garantizar el bienestar de los niños, se ha abierto el debate sobre rentas mínimas y/o garantizadas… en definitiva, se ha abierto un debate necesario. Los partidos políticos igualmente empezaron a incluir medidas en sus programas electorales y parece que la fase de la negación ha quedado lejos. Asumimos que hay niños y niñas que en España viven la pobreza, que pasan frio en invierno, que la calidad de su dieta depende del comedor escolar, que sufren desahucios… y que todo esto afecta a su vida, su rendimiento escolar, su estado de ánimo, la calidad de su salud, el abandono temprano de sus estudios y afecta a sus oportunidades. Y sin medidas el 80% de estos niños seguirán afectados cuando sean adultos, tal y como analizó FOESSA
Pero la siguiente fase del ciclo es la depresión y lamentablemente los discursos y los compromisos no se han convertido en acciones y medidas. A pesar de la gravedad del problema, y de que España está a la cola en inversión en infancia en comparación con el resto de Europa, el actual Gobierno se comprometió en el pacto de investidura con Ciudadanos a establecer una partida de solo 1.000 millones de euros. Esta partida queda lejos de acabar con el problema o de alcanzar a la totalidad de niños en riesgo y exclusión social. Pero era una promesa que suponía un cambio de tendencia histórica.
Sin embargo durante estos días se está debatiendo el proyecto de Presupuestos Generales del Estado o, lo que es lo mismo, cómo los compromisos se traducen en hechos. Ante lo prometido la realidad es que el borrador presentado únicamente incrementa en 25 millones la dotación en la lucha contra la pobreza infantil de 2016, una cifra que en el proceso de enmiendas puede que con suerte se incremente en 10’7 millones.
Es el momento de romper con el duelo y no avanzar a la última fase del mismo, la aceptación. No podemos aceptar que la pobreza infantil es un fenómeno habitual en nuestra sociedad. Más allá de la responsabilidad política, debemos empezar a asumir que los niños y niñas son sujetos de derechos. No son el futuro, ni futuras personas. Son ciudadanos hoy y ahora, que no pueden votar pero que tienen derecho al bienestar. Debemos asumir que esto es un problema solventable, como hemos podido ver en otros países que apostaron por políticas de protección social, efectivas y eficientes como la prestación por hijo. Garantizando que aunque no se puedan evitar las crisis, se puede evitar que las sufran mucho más las personas vulnerables. Utopías de solidaridad intergeneracional que hacemos cada día con las personas mayores a través de las pensiones. Un ejemplo de instrumento publico de gran coste económico pero indudable necesidad y efectividad. Porque los problemas de los niños no son responsabilidad exclusiva de sus progenitores.
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