Juan Martín Velasco no se siente bien cuando le etiquetan como teólogo. Prefiere ser presentando como profesor de fenomenología de la religión, ahora en el Instituto Superior de Pastoral de Madrid. El que fuera director del seminario con el cardenal Tarancón ha recibido este año uno de los galardones que otorga esta revista. Acaba de publicar dos libros (¡Ojalá escuchéis hoy su voz! y Fijos los ojos en Jesús, este último en colaboración con Dolores Aleixandre y José Antonio Pagola, ambos en la editorial PPC), pero mantiene la misma curiosidad intelectual y su insobornable compromiso con la verdad que le caracterizan.
Después de tanta dedicación para desentrañar el misterio que es Dios, ¿ha encontrado una formulación que le deje satisfecho?
Voy adivinando en el fondo de mí mismo una presencia invisible, intangible, pero que ya se me ha hecho inconfundible y con la que cuento como al ver un riachuelo cuento con la fuente de la que nace. No encuentro una idea que me defina esa presencia. Ni una imagen que me la represente. La tradición bíblica me enseñó a llamarla Dios. Y con ese nombre me refiero a ella, pero para invocarla como el único apoyo para responder a su llamada. Porque digo “Dios” y quiero decir: “heme aquí”. No “aquí estoy yo”, sino “aquí me tienes”. Todo lo que digo a propósito de esa relación, la supone. Ni siquiera podría preguntarme por Dios si no me hubiese encontrado ya con él. San Agustín expresó genialmente los dos aspectos de esa presencia que le prestan su condición enteramente original. “Es más elevada que lo más elevado de mismo y más íntima a mí que mi propia intimidad”. La experiencia de Dios no es más que el paso de esa actitud por la conciencia del creyente, por el ejercicio de su voluntad y la vibración que produce en su capacidad de sentir.
¿En qué términos se puede hoy hablar de Dios en un mundo materialista y secular?
El materialismo impone formas de vida como la diversión y el olvido de sí mismo, el afán posesivo y consumista, las mil dependencias y adicciones que hacen imposible el ejercicio de la libertad. Pero una cultura así no responde a la dignidad y la profundidad de la condición humana. De ahí las incontables muestras de insatisfacción que genera en las personas; las búsquedas espirituales, dentro y fuera de las religiones en las que va expresándose y tomando cuerpo la dimensión de trascendencia constitutiva del ser humano, primera huella de la presencia de Dios en él.
En nuestra sociedad Dios parece no contar. ¿En qué medida los cristianos somos responsables de esa ocultación de Dios?
Ya el Vaticano II llamó la atención sobre la responsabilidad de los cristianos en el fenómeno del ateísmo por haber velado el verdadero rostro de Dios. Ya hace mucho escuché: «Los ateos no son ateos de Dios; son ateos de alguien». Ese alguien podemos ser los creyentes. Por la imagen distorsionada o pervertida de Dios que con frecuencia ofrecemos; por nuestra deficiente forma de creer en Él; por nuestra forma incoherente de vivir; y hasta por la escandalosa forma de organización de la Iglesia, la comunidad de los creyentes, muy diferente, ajena y, en ocasiones, incluso contraria al Evangelio. Aun así, pienso que Dios no deja de ofrecer indicios de su presencia a todos los humanos y que a todos se nos ofrece así la ocasión de abrirnos a ella.
¿Es hoy la Iglesia una “comunidad intelectualmente habitable”?
Me atrevo a proponer unas pocas condiciones para que llegue a serlo. Debería, a mi entender, en primer lugar, reconocer la distancia insalvable entre la verdad absoluta -inaccesible al ser humano- y los resultados siempre reformables a los que llegamos los humanos en nuestras búsquedas de la verdad. Todos, decía el papa Benedicto XVI, refiriéndose a los participantes en el último encuentro de Asís, somos “peregrinos de la verdad”. Nadie es su poseedor. Debería crear en su interior un espacio y un clima de libertad para la búsqueda de la verdad en el campo de la teología y, más generalmente, del pensamiento, que permitiese la discusión de las diferentes propuestas de formulación del mensaje cristiano. En términos generales, debería evitar la imposición de la forma integrista de pensar. Hacia fuera de ella misma, una Iglesia intelectualmente habitable debería aprender a identificar los elementos de verdad donde quiera que se encuentren; a ofrecer el testimonio de “su verdad” a los demás y a dejarse iluminar por los destellos de verdad y las verdades presentes fuera de ella.
¿Cuáles son los criterios que utiliza, cuando ve algo de la jerarquía o incluso del conjunto de la Iglesia que no le encajan?
En más de una ocasión me he considerado en la obligación de disentir. Lo he dicho con la libertad que me otorga mi condición de cristiano, pero siempre he intentado hacerlo desde el interior de la Iglesia y desde un sincero amor hacia ella. Creo haber intentado mostrar, a la vez, la posibilidad de que yo mismo pueda ser objeto de la crítica que expreso y desde la conciencia de que mi opinión ciertamente no agotaba la verdad y ganaría confrontándose con la opinión de otros. Pocas cosas me apenan tanto, en cuanto miembro de la Iglesia, como la dificultad -y en algunos casos la imposibilidad- de mantener en la Iglesia un diálogo sereno sobre tantas cuestiones que necesitan ser aclaradas.
¿Cómo consigue mantener la esperanza ante tanta desesperanza?,
Tal vez tengamos que repetirnos cada día que la esperanza no consiste en esperar que la situación que vivimos va a cambiar, como por ensalmo, por la intervención de Dios bajo la forma del deus ex machina de los dramas antiguos. Consiste más bien en estar seguros de que, incluso si todo va mal, podemos seguir confiando en Dios, porque nuestra vida y nuestro destino están en las manos de Dios, que está empeñado con nosotros en la lucha contra el mal bajo todas sus formas. Esta confianza nos permite sacar fuerzas de flaqueza. Sobre todo, desde la experiencia del amor de Dios, que no cesa en medio de nuestros sufrimientos y que nos impulsa al amor a los otros. Por eso la esperanza de los cristianos en Dios, fundada en Cristo, “nuestra esperanza”, que venció definitivamente el mal radical de la muerte pasando por ella, tiene otro apoyo importante en la esperanza de los hermanos que viven a nuestro lado, en su compromiso en la lucha contra el mal. Realmente, la esperanza, como la fe, como toda la vida cristiana, solo es realizable en común, con los otros. No veo mejor forma de dar razón de nuestra esperanza que dar razón del amor de Dios del que vivimos, en el amor compartido de los hermanos. «Voy a ayudarte, Dios mío, a no apagarte en mí… y defender hasta el final la morada en la que tú te acoges en nosotros», decía Etty Hillesum. Bonhoeffer escribía por las mismas fechas y en parecidas circunstancias: «Los hombres van a Dios en su desgracia; los cristianos estamos junto a él en su sufrimiento».