Vivimos en la convicción de la modernidad del consumo y no nos faltan razones: tal es la dimensión que el consumo de objetos ha cobrado en nuestras vidas. Pero el consumo es una constante histórica: toda sociedad que no emprende una actividad consumidora, siquiera en grado elemental, nunca acaba de lograrse. Otra cosa es la amplitud del consumo y la naturaleza de los objetos consumidos. En esto, cada sociedad tiene sus peculiaridades. […]Acometo este trabajo, en el que trato de mostrar el cometido social del singular trasiego de reliquias de santos durante la Edad Media. Un caso extremo de consumo sobre cuyo inmenso éxito nadie hubiera apostado en un principio. Veamos.
A la fría mirada del no creyente, las reliquias de santos no presentan el menor encanto. Lo que se comprende: ni la osamenta, ni la piel, ni las vísceras, ni ninguna otra porción del cuerpo humano, ya cadáver, poseen cualidad alguna que las haga apetecibles, mientras que todas ellas poseen sobradamente las que las hacen aborrecibles. Tampoco los despojos corporales constituyen un bien escaso, deseable por su propia rareza: en múltiples ocasiones representa un problema el deshacerse de ellos. No obstante, desde tiempos remotos, para muchas gentes ciertos restos humanos han constituido objeto digno no sólo de pública veneración, sino de regalo, trueque, robo, compra y venta, como correspondería a una mercadería apreciada. Y, en este caso, quienes así obran no son seres estrambóticos con un marcado gusto por lo extravagante: suelen ser personas corrientes, incluso conservadoras en sus apetencias mundanas.
Mas, sea como sea la índole de esta gente, lo notable es que, con su peculiar mentalidad, origina en los desechos humanos una extraña mudanza: los convierte de objeto repugnante en mercancía codiciada. La razón de tan extraño fenómeno no es ningún misterio. Consiste en un artificio social: cualquier mercancía requiere para su existencia no solo de su producción material, sino también de su producción cultural. De la enorme variedad de cosas que ofrece este mundo, solo algunas alcanzan la consideración de objetos merecedores de intercambio: detrás de toda mercancía hay una previa definición social de tal objeto como digno de ser poseído.
[En la Edad Media] la veneración de restos de santos estaba sometida a fluctuaciones: se pasaba de la desconfianza a la exaltación, cayendo luego en el olvido, para volver a ganar con el tiempo la devoción de los fieles. En estos vaivenes del culto a las reliquias influía –entre otros factores– la competencia que se establecía entre diversos centros religiosos. En ocasiones, obispos y abades se afanaban por promover activamente el culto de sus respectivos tesoros de despojos sagrados. Este apasionado interés por parte de los hombres de Iglesia no era de extrañar, ya que el mencionado culto, además de beneficios sobrenaturales, producía ventajosos resultados tanto sociales como económicos y políticos.[…]
La posesión de esos peculiares residuos materiales a los que llamamos reliquias de santos ha sido codiciada en la medida en que toda una compleja cultura así lo determinaba. Tras esta valoración, hay una densa trama de ideas, creencias, sentimientos, valores e intereses en los que se apoya el deseado consumo de vestigios sagrados. Su posesión es disputada por quienes ostentan el poder o ambicionan alcanzarlo. Su valor no es meramente simbólico, pues contribuye de hecho a crear o fortalecer las estructuras de prestigio, riqueza y poder. Por tanto, la perdurabilidad o la decadencia de tales devociones depende de la resistencia o proclividad al cambio de la cultura e instituciones del pueblo en cuestión y no de la simple expresión de una voluntad política, mejor o peor intencionada.
Una advertencia, sin embargo, de índole metódica. Mi análisis encierra fuertes dosis de formalismo. En todo él subyace la idea de que el consumo medieval de reliquias cumple funciones sociales semejantes a las que se derivan de la posesión de las codiciadas mercaderías de nuestros días. A estos efectos, es indiferente el marco histórico en que se produce el consumo de unos u otros objetos.
La sociedad cristiana medieval y la sociedad occidental contemporánea tienen muy pocos elementos en común, si es que tienen alguno. En el asunto que nos ocupa, los mezquinos deseos del hombre contemporáneo, dirigidos a la posesión de insustanciales bienes de consumo, no admiten comparación alguna con los grandes fervores religiosos que arrebataban el corazón del hombre medieval en su avidez de despojos sacrales. Los contrapuestos valores que rigen una y otra sociedad confieren un significado vital muy distinto a sus respectivos actos de consumo. Ciertamente, la posesión medieval de reliquias cumplió el universal cometido de reforzar real y simbólicamente las estructuras de prestigio, riqueza y poder de aquellas lejanas sociedades, pero el específico contenido existencial de cada una de estas recompensas terrenales, así como las particulares pasiones suscitadas por ellas, son predicables solo de la propia época que las engendró.
(*) Extracto del artículo Funciones sociales del consumo: un caso extremo, del que fuera catedrático de Sociología del Consumo de la Universidad Complutense de Madrid, José Castillo Castillo. Publicado en Reis: Revista Española de Investigaciones Sociológicas nº 64 – julio-septiembre 1994. El artículo completo puede encontrarse enlazado en nuestra página web www.alandar.org
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